CAPITULO 2
EL JARDÍN MÁGICO.
EL JARDÍN MÁGICO.
Era de noche, y no había luna. Las estrellas podían brillar allá arriba, en su imperio, pero las nubes cubrían el cielo, y su tenue fulgor no llegaba hasta la tierra, que sin embargo, aparecía iluminada por un fantasmagórico resplandor verdoso, como las malsanas brumas de un pantano, que se hubieran arrastrado hasta más allá del alcance de sus aguas.
De pie sobre este escenario, dos seres se enfrentaban desde tres metros de separación, mirándose, midiéndose. Uno, vestido con las más oscuras ropas que ojos humanos hubieran visto jamás, incluso su rostro quedaba oculto tras una máscara de negrura. El otro, vestido de un blanco deslucido, apagado, pero que sin embargo parecía alejar la oscuridad de esa noche embrujada. La expresión de este segundo, detrás del arrojo y de la decisión, parecía inundada de un miedo sin paliativos.
Una tercera figura estaba presente en el lugar. Nicolás, sin saber como había llegado hasta allí, permanecía oculto tras unas formaciones rocosas, desde unos diez metros de distancia, intentando ocultar detrás de estas, las ropas blancas que lo vestían a él también. No sabía qué estaba ocurriendo, pero era consciente de que, de algún modo, ya conocía a aquel ser vestido de negro. Sabía de su poder, y sabía que en su interior albergaba tanta oscuridad como en su exterior. Luchó por recoger en silencio los pliegues de su túnica blanca, y sujetarlos entre sus rodillas. Se ocultó tanto como pudo, hasta que sólo asomó un ojo por una grieta de las rocas, para ver qué estaba ocurriendo.
El hombre de negro no parecía en absoluto alterado. Por un momento, los puntos brillantes de sus ojos parecieron dirigirse al lugar donde el chico estaba oculto, y este se agachó con el corazón palpitante, rezando porque no lo hubiera visto.
Desde su nueva posición, no supo qué estaba ocurriendo. El lado racional de su mente le ordenaba que se quedara quieto, encogido, y que siguiera rezando, pero los segundos de silencio se fueron haciendo muy largos, y su curiosidad de niño fue poco a poco ganando la partida. Giró nuevamente la cabeza, y se asomó a la hendidura a través de la cual veía a los contendientes. Estos habían girado alrededor de algún punto central, para seguir enfrentándose. Ahora el hombre de negro quedaba de espaldas, y el rostro del otro era bastante visible, al menos todo lo que podía esperarse con la escasa luminosidad de las brumas. El tinte verdoso le daba una nueva textura al terror que reflejaban sus rasgos... algo así como enfermizo... no, más bien de cadáver, como si quien vestía aquellas ropas blancas no fuera más que un muerto regresado de la tumba.
Aún así, el chico deseaba con toda su alma que aquel cadáver lograra acabar con el hechicero.
Si, lo deseaba, pero en el fondo, sabía como acabaría todo. Ya había presenciado un final como ese.
Mientras estos pensamientos le cruzaban por la cabeza, y como si alguien quisiera confirmarlos, el hombre de negro levantó la mano, y un relámpago gris que no alejó lo más mínimo la oscuridad, surgió de su palma extendida. Su adversario se desplomó con un suave susurro, quedando tapado por las rocas que ocultaban al chico. Este comenzó a temblar, y más aún cuando los ojos volvieron a fijarse en el lugar donde se encontraba. Esta vez no se movió, por miedo a que esto pudiera atraer su atención. Seguramente su mirada pasaría por las rocas, y se alejaría sin advertir su presencia. Era imposible que pudiera verlo. Sólo asomaba un ojo, por la rendija estrecha de las rocas, y sus vestiduras blancas estaban completamente ocultas por la piedra. Era completamente imposible que lo viera.
Pero lo vio, y comenzó a acercarse a él, despacio, brillando sus ojos como dos ascuas rojas en la oscuridad circundante. Nicolás aguardó un momento más, como esperando una última ratificación para el hecho de que había sido descubierto. La encontró en la sonrisa que le dirigió el hombre. Entonces se levantó y se dispuso a salir corriendo, aun a sabiendas de que no llegaría muy lejos. Era el terror el que dominaba sus movimientos.
“El Arma”
La voz llegó de algún lugar lejano, aunque sonaba cerca, quizá dentro de su propia cabeza. Las palabras despertaron recuerdos y cesó su huida. El Arma, claro, ¿cómo había podido olvidarlo?. No estaba indefenso. ¿De dónde había llegado ese objeto?, ¿quién se lo había entregado?, ¿cuál era su poder?... Todas estas eran cuestiones sin importancia frente al hecho de que ahora podía defenderse. Lanzó la mano a la cintura, donde trabó contacto con aquel objeto suave y cálido, tan cálido que parecía dotado de vida propia. Lo aferró y se encaró a su contrincante. Ahora se enteraría ese maldito. El Arma estaba cargada de energía, la sentía latir en su interior, como las aguas salvajes que discurrieran por un turbulento río subterráneo, comunicando el tronar hasta la misma superficie de la tierra. Con ella en sus manos era invencible, los poderes del hechicero no podían nada en comparación. Sólo necesitaba un movimiento, y acabaría con él con la misma facilidad que este lo había hecho con aquel otro pobre desdichado. Sólo un golpe. Se dispuso a asestarlo.
Y no pudo moverse.
Con absoluta impotencia vio como el personaje se le seguía acercando, poco a poco, con ninguna prisa, mientras sus brazos permanecían completamente inmóviles donde estaban unos segundos antes. Lanzó desesperadas órdenes a sus músculos. “Moveos, moveos”, “maldita sea, moveos, joder”. Todo fue inútil. Trató de huir de nuevo, pero incluso este impulso primario le estaba prohibido en ese momento. Sus piernas, sus brazos, su cabeza... todo había adquirido la rigidez de la piedra. Sólo su rostro y su pecho continuaban pudiendo moverse, el primero mostrando todas las expresiones del miedo. El segundo, hinchándose y deshinchándose al ritmo desenfrenado de su corazón.
-- Hola muchacho –dijo él, con una voz indescriptible, que sonó también dentro de su cabeza. Estaba muy cerca de él, pero seguía sin poder verle el rostro-, ¿te ha gustado?
Nicolás jadeó, sin poder emitir sonido alguno. Seguía intentando moverse. Un solo centímetro bastaría.
-- Eso espero –continuó la voz-, porque ahora lo vas a sentir tú.
Nicolás escuchó como empezaba a recitar unos versos arcanos e incomprensibles.
“Muévete”.
No sabía el significado de las palabras, pero era evidente que se trataba de un hechizo. Si no hacía algo, cuando lo acabase, él moriría, y posiblemente sería una muerte horrible.
“¡Vamos!”.
El sudor le corría por la frente en ríos; puro terror licuado. No quería morir. ¡Maldita sea, no quería estar allí!.
La figura de negro terminó de hablar, finalizado el conjuro. Entonces...
Cerró los ojos.
Y chilló. No fue un simple grito, sino algo parecido al aullido de un engendro sacado de una película. Sintió que algo le tapaba la boca, y luchó por seguir gritando. Lo primero que notó es que había recuperado algo de su movimiento. Lo segundo, que voces amigas estaban hablándole desde cerca, sosegadas, intentando calmarle. Sintió otra mano sobre su frente, acariciándole el pelo empapado en sudor.
Abrió los ojos, y se encontró frente a las caras de su padre y su madre, que lo miraban con preocupación. Estaban todos en la habitación del hotel, donde habían llegado la noche antes, y se dio cuenta de que la inmovilidad que había forjado una parte de la pesadilla se debía a que se había enredado con las sábanas durante la noche. Dominando los temblores, se fue poco a poco soltando de sus ataduras, mientras su mente, por su parte, se desembarazaba de los tentáculos del sueño.
-- Ha sido sólo una pesadilla –susurró su madre, acariciándole aún la frente. Nic lo agradeció.
-- ¿Qué ha ocurrido, hijo? –preguntó Alfonso.
Nicolás intentó contestar, pero aún estaba tratando de recuperar la respiración. Para cuando lo consiguió, e intentó contestar, los recuerdos del sueño estaba comenzando a fragmentarse. Recordaba a un hombre vestido de negro... peligroso. Quizá lo había perseguido. No, había querido torturarlo... No, tampoco, pero él había estado inmóvil, atado a una silla posiblemente. Intentó explicar algún detalle del sueño a su padre, pero sus palabras sonaron vacías, inconexas. Finalmente se encogió de hombros.
-- ¿Cómo estás? –preguntó Rosa un momento después, con una sonrisa de ánimo.
-- Creo que bien –contestó, mientras los restos del sueño desaparecían de su mente, dejando sólo una sensación de inquietud, que también se desvanecería a lo largo del desayuno. Entonces se dio cuenta de que sus padres estaban vestidos los dos-. ¿Qué hora es?
-- Hora de casi levantarse –aclaró su padre-. Nos disponíamos a hacerlo cuando nos diste el susto.
Su madre alzó la persiana, y una luz difusa penetró en la habitación, compitiendo con la luz artificial por la primacía. El día no era demasiado luminoso, pero al menos no llovía. Nicolás recordó como la noche anterior, en el momento de descargar los equipajes a la puerta del refugio, habían comenzado a caer gotas. El chico se había quedado dormido oyendo el sonido de la lluvia contra las persianas, y deseando que no se estropearan los planes para por la mañana.
Bien. El cielo estaba plomizo, pero al menos no llovía.
-- Supongo que sigue en pie lo de la excursión de esta mañana –probó tímidamente.
Sus padres lo miraron sin decir palabra un momento. Finalmente Alfonso soltó una carcajada.
-- Definitivamente los niños estáis hechos de otra materia –dijo-. Nadie diría que Freddy Krugger te ha estado persiguiendo hace unos momentos.
-- ¡Al! –exclamó escandalizada Rosa.
-- De acuerdo, de acuerdo. Soy un mal padre –y volviéndose a Nic añadió-. Supongo que sí, si el tiempo permanece como está ahora –se acercó a la ventana, y echó un largo vistazo-. No creo que llueva si sigue soplando el viento así, pero podría equivocarme. ¡Bueno!, ¿te piensas vestir para ir a desayunar o qué?
Nicolás no necesitaba más palabras para animarse. En un momento estuvieron camino al comedor donde, si no se equivocaban, servirían esa mañana un desayuno tipo Bufete.
El refugio donde se hospedaban era en realidad un pequeño hotel en la montaña, comunicado con la red de carreteras a través de un camino privado, asfaltado por la misma compañía, que se encargaba de cuidarlo y mantenerlo transitable si alguna vez caían peñascos, o las nieves lo hacía desaparecer. La zona había resultado prácticamente invisible cuando llegaron la noche anterior, si exceptuaban los pocos metros que los faros del coche podían iluminar. La luna había estado casi llena, pero por desgracia, los nubarrones habían filtrado su luz, de resultas que parecía que hubiera habido luna nueva. Esa mañana, sin embargo, el paisaje demostraba ser digno de una película de gnomos. A través de las ventanas del pasillo por el que caminaban en ese momento, se podían ver unas gigantescas paredes de roca, que parecían discurrir de noreste a sudoeste. El sol, que de todos modos, estaba oculto tras el espeso manto de nubes, aún no había salido de detrás de este macizo montañoso. Bajo estas formaciones, y a poca más altura que el hotel, se extendía un increíble bosque de robles, alcornoques y nogales, además de una frondosa vegetación de arbustos, ocupando cada palmo de las laderas y llanos situados bajo estas. Aunque les habían dicho que este bosque estaba cruzado de una red de senderos turísticos que acercaban a los lugares de mayor interés, resultaba difícil de creer, desde la vista que ofrecían aquellos cristales, que alguien pudiera moverse por aquel lugar, si no era abriéndose paso con el machete por entre la maleza.
El chico lo miraba todo con ojos como platos, aprovechando cada oportunidad de pegar la nariz al cristal, y no viendo el momento de sumergirse en aquel lugar. Desde luego, sus fantasías de explorador iban a quedarse cortas.
El largo pasillo desembocó en un amplio recibidor, dividido en dos por unos escalones. En la parte baja de estos, estaba la recepción del hotel, donde en ese momento estaban recibiendo a una pareja de reciencasados. Aquel tipo parecía estar discutiendo con el recepcionista acerca de algún aspecto de la cena de esa noche. Ella buscaba algo en una de las bolsas de viaje que había amontonadas en el suelo.
La parte de arriba de los escalones era una continuación del pasillo que desembocaba en dos puertas. La de la derecha, cerrada y enrejada, estaba señalada con un sucio letrero de “Piscina”. La de delante, abierta y con un camarero a la entrada que recibía a los clientes, era evidentemente el comedor. Fueron conducidos a una mesa frente a una ventana de las que daban a aquella sierra. Los cristales, aunque parecían ser de esos dobles aislantes, habían sido construidos para que los comensales pudieran disfrutar de las vistas en todo su esplendor.
-- Este sitio es increíble –dijo Nicolás, perdida su mirada entre los árboles.
-- Si, creo que hemos acertado con el sitio –convino Alfonso-. Sólo espero que también hayamos acertado con el tiempo.
-- Me parece que nuestra opinión no va a arreglar mucho si el tiempo cambia –dijo Rosa dejando su bolso sobre la silla-. ¿Vamos a coger algo del bufete?
-- Vamos –Alfonso se puso en cabeza y cogió uno de los platos llanos que habían allí apilados, listo para comenzar a servirse bollos, bacon, e incluso huevos-. ¡Hey, esto parece un desayuno inglés. Estupendo.!
-- ¿Vamos ahora a dar un paseo por el bosque? –preguntó Nic, detrás de su padre.
-- Me encantaría, grumete, pero el tiempo amenaza lluvia. Creo que es mejor que esperemos un poco hasta ver si el viento aleja a las nubes.
-- Pero ¿y si no las aleja? –argumentó el chico con el desencanto tiñendo su tono.
-- Tranquilo, las alejará, o comenzará a llover.
-- Además, es posible que el suelo esté embarrado. Anoche llovió, y podemos ponernos perdidos.
-- ¡Oh, mamá!
-- Eso no importa, Cari –defendió a su hijo-. Después de todo, hemos venido para ver el paisaje, no para saber como se siente un preso durante las Navidades.
-- ¡Bien! –estalló en voz baja Nic.
-- Si no llueve –acabó su padre.
-- Pero...
-- Sin “peros” –dijo Rosa.
-- Pero yo podría salir a dar una vuelta solo. A mi no me importa mojarme...
-- ¡Claro! –dijo Alfonso volviéndose por un instante hacia él, tras apoderarse de otra rodaja de salchichón-, y si no te pierdes, te tendremos enfermo por el resto de las vacaciones.
-- Hay senderos...
-- Que se cruzan, que pasan por lugares escondidos, y que en algún tramo podrían hasta desaparecer. ¿Qué harías si te perdieras?
-- Hay árboles muy altos. Podría trepar a uno para saber donde estoy.
Alfonso se volvió por segunda vez, y puso una mano (la que tenía libre) sobre el hombro de Nicolás.
-- Hijo mío, si estás intentando tranquilizar a tu madre, lo estás haciendo de pena. Y te aseguro que esa tonalidad rojizo-verdosa que está tomando su cara no le favorece lo más mínimo. Creo que en favor de su salud, y posiblemente también de la tuya, lo mejor que podemos hacer es ir todos juntos, contando que no llueva. Y ahora, lo mejor que “tú” puedes hacer, es volver a ponerte en la cola del bufete y poner algo en ese plato vacío que llevas, si es que quieres desayunar, claro.
Mientras charlaban, habían atravesado toda la barra, y Nicolás no había tomado ningún alimento. Se puso colorado, pero no dejó que lo vieran, corriendo a ponerse en cola de nuevo. Sus padres se dirigieron charlando en voz baja a su mesa. La cola había crecido con nueva gente mientras ellos la atravesaban, y ahora hubo de esperar un poco más antes de coger un par de bollitos, dos paquetitos de mermelada, un vaso de leche, y un pequeño paquete de galletas. Luego se dirigió él también a la mesa.
-- Tranquilo Nic –dijo Alfonso cuando se incorporó a su silla-. Tu madre dice que con este viento es casi imposible que llueva.
-- Entonces –comenzó iluminándose su rostro el chico.
-- Si las condiciones siguen siendo favorables dentro de un rato, daremos un paseo, aunque sea pequeño por los alrededores.
-- Estupendo –exclamó comenzando a devorar su desayuno. Sus padres lo tomaron con más calma, de modo que él terminó antes que ellos, y decidió dar otra vuelta por la barra de comida. Allí, miró a uno y otro lado, y viendo que no lo observaban, se guardó tres bollitos y un par de magdalenas en los bolsillos. El paseo iba a ser corto, pero él era un explorador, y los exploradores debían ir siempre preparados. Antes de salir, tendría que ir a la habitación, y coger su linterna y su navaja. Sabía que no había cuevas por esos senderos, pero también sabía que no estarían más de unas horas caminando. Entonces, ¿por qué la comida y la linterna?
Porque era un explorador. Por eso. Sus padres iban a estar ahí, a pocos metros, pero él podía imaginar que estaba sólo, dependiendo de él mismo. A lo mejor lo dejaban alejarse un poco por el sendero, abriendo él la marcha, fuera de su vista. Eso haría la fantasía mucho más creíble. Nicolás casi temblaba de emoción cuando regresó con un nuevo vaso de leche a la mesa. A través de los cristales, el viento bienhechor sacudía las copas de los árboles, dando a la espesura la apariencia de algún océano mágico y embravecido cuyas olas, encrespadas de espuma, se hubieran tornado verdes. Las nubes grises pasaban presurosas sobre las cumbres, sin tener tiempo de vaciar su carga.
Y allá arriba, entre los árboles, Nicolás creyó ver brillar algo. Fue un solo destello, blanco y repentino. Desapareció, y un momento después, ya no estaba seguro del lugar exacto donde lo había visto. Lo olvidó, suponiendo que había sido un rayo de sol que había rebotado en algún cristal perdido, o en los prismáticos de alguien. Sólo más tarde se le ocurrió que el sol no había estado presente. En aquel momento lo dejó como algo sin importancia, en comparación a la salida que iban a efectuar en breves instantes.
-- Abróchate bien el abrigo, Nic –dijo su madre poco después, estando de nuevo en la habitación-. No queremos pillar un resfriado.
El chico guardó las raciones de supervivencia dentro de los bolsillos más amplios de su abrigo, de modo que estaba mucho más cómodo. También allí ocultó la linterna. En cuanto a la navaja, prefería tenerla en uno de los bolsillos de sus vaqueros, más al alcance de su mano.
Mientras sus padres terminaban de ponerse la ropa de abrigo, se dirigió a la ventana. El viento había amainado un poco; por momentos las olas que se veían surcando la vegetación parecían menos violentas, pero no importaba mucho, porque las nubes parecían estar disipándose. Seguía sin verse el sol, pero al menos podía decirse detrás de qué nube estaba oculto.
-- ¿Vais a tardar mucho? –dijo con una voz que simulaba paciencia.
-- ¡Vaya capitán de navío que vamos a tener! –gruñó su padre asomando su cabeza por el cuello de un jersey. Espéranos si quieres en la entrada del hotel. Estaremos ahí en un minuto. Pero no salgas sin nosotros.
-- ¡Vale! –exclamó Nicolás abriendo la puerta.
-- ¡Grumete!
El chico se detuvo un momento.
-- ¿Entendidas las instrucciones? –preguntó su padre, desaparecido el tono de pirata bucanero.
-- Claro papá –contestó con una amplia sonrisa Nic. Cuando su padre le devolvió la sonrisa, desapareció, cerrando la puerta tras de sí.
-- Debe haberme sentado mal el café esta mañana –dijo Rosa un momento después, metiendo en los bolsillos de su abrigo el paquete de tabaco. Apenas fumaba, al menos si se comparaba con otras personas, pero insistía siempre en ir acompañada del vicio, “por si acaso”-. Estoy algo nerviosa.
-- ¿Te había pasado antes? –preguntó sin darle importancia Alfonso.
-- Claro, tonto –dijo ella, acercándose, y besándolo suavemente-. El café suele tener ese efecto. Pero... nunca me había pasado con un café tan suave. ¿Te diste cuenta?, parecía agua sucia.
-- No gruñas, Cari. Recuerda que no estamos en el Imperial Palace.
-- No gruñía –protestó ella escandalizada.
-- Si lo hacías.
-- No. No es cierto. Sólo intent... –su frase quedó cortada cuando él la atrajo hacia sí y selló sus labios de nuevo.
Se separaron y se contemplaron sonriendo a través de los veinte centímetros que los separaban.
-- Nic nos estará esperando –dijo en voz baja él.
-- Tienes razón –contestó ella, separándose y apretando el cinturón de su chaquetón.- Vamos –abrió la puerta y se detuvo, inspirando profundamente, y soltando el aire despacio-. Maldita sea, nunca un simple café me había puesto tan nerviosa.
-- No muerdas a nuestro hijo.
-- ¡Idiota!
En recepción, Alfonso pidió un panfleto con los principales lugares que eran visibles desde los senderos que atravesaban el bosque. Abrió las páginas y las ojeó un poco antes de salir por la puerta.
-- ¡Valla, Nic tenía razón! –dijo-. Hay un río por aquí, pero no creo que podamos visitarlo hoy.
-- ¿Por qué? –preguntó su mujer.
-- Está un poco lejos, a unas dos horas caminando a buen paso. Dice que hay también una pequeña catarata, pero si comienza a llover nos pillará lejos de cualquier refugio.
-- ¿Qué más cosas hay que ver?
-- Las iremos viendo por el camino –contestó cerrando el papel y abriendo la puerta, donde Nic los estaba esperando-. Habla de una zona de árboles centenarios, unas fallas donde se pueden ver los estratos de la piedra... varias cosas.
-- ¿El qué? –preguntó el chico.
-- Los lugares que podemos ir visitando hoy –aclaró su madre-. ¿Qué te parece una visita a una zona muy antigua?
-- ¿Antigua?
-- Arboles de varios cientos de años.
Los ojos del chico se iluminaron.
-- ¡Claro! –exclamó, y se vio a si mismo explorando esa antigua zona. Tan antigua que nadie la había pisado antes. Tal vez incluso lograra encontrar alguna tribu salvaje.
-- Creo que tenemos que ir por ese sendero.
--¿Hacia las montañas? –preguntó Rosa-, ¿estás seguro?
-- Eso creo –Alfonso abrió de nuevo el papel y repasó el croquis que aparecía dibujado-. Si. ¿Ves?, luego tuerce a la izquierda.
-- ¡Vamos! –exclamó Nicolás, lanzándose por el camino.
-- ¡Nic! –lo llamó Rosa-. Ven aquí, vamos todos juntos.
-- Pero no me voy a perder...
-- Permanece donde te veamos –intervino Alfonso, y el chico redujo la marcha, visiblemente contrariado.
-- Este bosque es muy grande –dijo Rosa, con cierta preocupación en la voz, mientras comenzaba a caminar tras de él.
-- No le va a pasar nada. No estamos en el otro extremo del mundo. Lo tendremos a la vista en todo momento.
-- Preferiría tenerlo al lado.
-- Si, y él preferiría haberse ido de exploración solo.
-- ¿Te estás poniendo de su parte?. ¿Quieres dejarlo que haga lo que quiera?
-- No me estoy poniendo de parte de nadie –contestó él, y su voz había perdido el buen humor. Adoptó ese tono que sólo utilizaba para tratar temas importantes y delicados-. Es un niño. Necesita cierta libertad para moverse, disfrutar, imaginar que está en una aventura. ¿Has olvidado cuando eras niña?
-- A mí nunca me gustaron las aventuras. Siempre he pensado que hay que tener los pies en el suelo.
-- Eso no es del todo cierto, muñeca –dijo él, volviendo a adoptar la voz ronca de perro marinero-. Y si lo es, ¿por qué te has casado con el rufián más rufián que surca los siete mares.
-- Tu no... –comenzó a decir, pero se interrumpió con una carcajada. Su marido acababa de montar su labio inferior sobre el superior, y la miraba con un ojo guiñado en una imitación bastante pasable de Popeye-. ¡Oh, maldita sea!. ¿Es que nunca vas a crecer?.
Alfonso la miró fijamente durante un momento, alternando fugaces miradas al camino, para no tropezar, pero su expresión volvió a cambiar a la del respetable hombre de negocios. Su voz, cuando habló, lo hizo en un susurro.
-- Ya lo he hecho, Cari, y tú también. No se cómo, ni cuando ocurrió, pero ya hemos crecido, y de algún modo, nos las hemos arreglado para ser tan pelmazos con nuestros hijos como nuestros padres lo fueron con nosotros –ella lo miró fijamente, pero no dijo nada-. Déjalo. Mira, está a la vista. Si disfruta como un enano escondiéndose entre los arbustos del camino...
Siguieron caminando en silencio unos minutos. El refugio se había perdido de vista hacía ya un buen rato, y según el mapa que llevaba Alfonso, estaban entrando en la zona más antigua del bosque.
-- Sé que tienes razón –dijo ella inesperadamente-. Pero hay algo... Hoy... Bueno... no se.
-- Yo sí –contestó él-. El café... ¡Eh! –exclamó hacia delante en el camino-, ¿dónde vas Nic?
-- Un momento –gritó él, desde unos quince metros de distancia-. He visto algo.
-- Claro, una nave espacial –murmuró a su mujer, y volviendo a levantar la voz añadió-. No te vayas de la vista. Ese es el trato.
-- Es sólo un momento –llegó la contestación.
-- Un momento, un momento –refunfuñó él.
-- ¿Una nave espacial? –le preguntó Rosa, divertida.
-- Eh, no te rías. Cuando era niño, una vez creí haber descubierto una nave espacial sumergida en el estanque de mi familia.
-- ¿Qué?
-- Si, como te digo. Yo tenía once años, y siempre me llamaba la atención ver algo que brillaba allá abajo a determinada hora del día, cuando el sol comenzaba a ponerse. Era un brillo metálico, grande, y parecía que algo redondo, pero el continuo vaivén del agua no me dejaba verlo con claridad.
-- ¿Qué pasó?
-- Que cogí el resfriado más grande que recuerdo. No sé que me ocurrió, pero un día de enero la curiosidad pudo más que yo y me tiré de cabeza al estanque, justo a esa hora de la tarde en que la luz hacía brillar aquello. Resultó ser la puerta de un coche que alguien había tirado allí.
-- ¿Al estanque de tu familia?. Pero era de vuestra propiedad.
-- Sí. Eso es, quizá, lo más gracioso. Si le hubiera preguntado a mi padre por el “misterioso brillo”, él me habría aclarado lo de la puerta. Fue él quien la tiró al estanque, después de haber estado arreglando un golpe que tuvo un tío mío con su coche. Yo no estaba aquel día. Por eso no me enteré.
-- ¿De verdad pensabas que había un platillo volante en tu estanque y no se lo contaste a nadie de tu familia?
-- Así es. Quizá sea difícil de creer, pero en aquel momento, el platillo era mi secreto. No sé por qué, pero desde que lo vi, reluciendo entre el fango, pensé que era algo importante. Importante para mí, me refiero. Había encontrado algo importante que a los demás se les había pasado por alto. Supongo que habría hecho cualquier cosa antes que contárselo.
-- Lo hiciste –dijo ella riendo.
-- Sí. Tienes razón –contestó él, y rieron juntos un rato.
Luego permanecieron en silencio otro rato.
-- Nic –llamó Alfonso-. Estás rompiendo el acuerdo. Quedamos en que podría verte en todo momento.
Silencio.
-- ¡Nic! –llamó más fuerte-. Ven aquí ahora mismo.
Nadie contestó. Sólo el viento, soplando entre las ramas de los árboles centenarios, produciendo un silbido siniestro. Marido y mujer se miraron a los ojos durante una eterna décima de segundo, sintiendo como el terror cruzaba a través de esta mirada como si fuera algo sólido.
-- ¡Nicolás, maldita sea, no tiene gracia! –gritó Rosa.
Alfonso salió del camino por el mismo lugar donde lo había hecho el chico, gritando su nombre, apartando ramas, aplastando arbustos, maldiciendo internamente toda aquella espesura que dificultaba su visión. Un segundo más tarde, su mujer se le unió.
La siguiente hora la pasaron buscando por la zona, separados unos quince metros el uno del otro, apartando todo aquello que podía constituir un refugio donde su hijo pudiera haberse ocultado, gritando continuamente su nombre, peinando una y otra vez la misma zona, como si el simple hecho de la repetición pudiera convencer a un dios compasivo para que en la siguiente pasada hubiera allí algo que antes no había estado.
Buscaron en todas partes, tratando de encontrar el menor indicio, una huella, un trozo de tela... una gota de sangre (oh, Dios, por favor, no)
Buscaron...
... a través de las lágrimas de sus ojos.
Una hora más tarde Alfonso volvió a la carrera hasta el hotel. La patrulla forestal no tardó en llegar y comenzó a coordinar la operación.
Sobre las dos de la tarde dos patrullas más de la policía local se sumaban a la búsqueda.
Cuando anocheció, mientras los coches de policía iluminaban la zona con focos halógenos, y en el refugio la mayoría de los demás huéspedes habían comenzado ya la cena de Noche Buena, Nicolás no había aún aparecido. Ni su cuerpo, ni su ropa, ni un solo indicio que apuntara la presencia de un niño de corta edad en aquel lugar. Alguien había sugerido con voz despreocupada que quizá se había escapado.
Alfonso le había roto la mandíbula a ese bastardo.
Ninguno de los dos pudo quitarse de la cabeza sus últimas palabras:
>> “Un momento... he visto algo.”
Las palabras iban y volvían por su cabeza, como fantasmas errantes que hubieran encontrado una casa en la que asentarse, y de la que nadie los movería jamás.
>> “Es sólo un momento”
Sentados en un tronco caído, con las manos sangrantes tras todo el día apartando troncos, piedras, matorrales, cansados más allá de cualquier explicación, más allá de cualquier medida, sosteniendo entre los dedos temblorosos los cuencos que les habían dado con comida, y de los cuales no habían probado bocado, no podían olvidar aquella frase.
>> “Sólo un momento”
Se les había escapado...
“sólo un momento”.
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