martes, 11 de septiembre de 2007

Guerreros del Ocaso - Cap 01

CAPITULO 1

VOYAGER.

La oscuridad hacía del mundo un manto de terciopelo negro, arrugado, en el que sólo pudieran distinguirse sombras y sombras más negras. No había luna, y las estrellas no alcanzaban con su brillo mortecino a iluminar lo más mínimo. El único espacio de luz era un circulo delimitado por las vacilantes llamas de una hoguera casi extinguida. A su alrededor un grupo de personas se apretaban por calentar sus huesos en la fría noche. Todos parecían ser ancianos, unos de avanzada edad, y otros sencillamente maduros. Uno de ellos, a juzgar por su aspecto, el más vetusto de todos, intentaba leer las amarillentas páginas de un libro de tapas marrones, a pesar del viento que las hacía oscilar delante de su vista, y de la impenetrable oscuridad. Finalmente desistió con un gruñido, y guardando la obra, se sumó a la conversación de los demás.

El aspecto del grupo era bastante peculiar, todos vestidos de blanco, aunque ciertamente algunas ropas habían perdido este color largo tiempo atrás, sustituido por varias otras tonalidades de suciedad, fruto de una vida a la intemperie. Ciertamente, parecían cansados. Sus rostros, además de viejos aparecían curtidos, agotados, y algunos, también cruzados de cicatrices. Aún así, era evidente que estaban acostumbrados a vivir al aire libre. Su apariencia no era más que fruto de ese tipo de vida.

En algún lugar de la oscuridad relinchó un caballo, y uno de los personajes dio un respingo, a punto de levantarse. El gesto provocó risas entre sus compañeros, pero incluso estas risas eran apagadas, vacías, sofocadas voluntariamente para que no rompieran la quietud que los rodeaba. En unos segundos, había vuelto el silencio, como un pesado manto sobre ellos, del que no supieran librarse del todo.

Finalmente, alguien dijo algo, y pareció que todos hubieran estado esperando que ese tema llegara, con temor, pero resignación. Aunque sabían perfectamente que nadie habitaba aquella zona, no pudieron evitar bajar la voz de tal modo que incluso las ascuas del fuego hubieran tenido dificultades para oír las palabras, caso de que hubieran gozado de ese poder.

Todos dijeron algo. Todos contribuyeron con una opinión, con un temor, con una afirmación, o con una pregunta, todos menos el anciano. Su rostro parecía cincelado en mármol. Quizá fuera un efecto de la oscuridad, pero parecía haber palidecido tanto que su piel competía con el blanco de sus ropajes. El único gesto de que escuchaba y participaba de la conversación, fue un suspiro, o quizá un bufido, que soltó al tiempo que se giraba hacia su bolsa de piel. Estuvo a punto de recuperar su libro, pero se lo pensó mejor mientras contemplaba el cielo, y el viento arremolinaba sus cabellos grisáceos, tanto los de su cabeza como los que pendían de su barba. En ese momento, pareció olvidarse de todo, mientras sus ojos se perdían en la inmensidad de las constelaciones, donde tantas veces se habían leído futuros inciertos de unas u otras personas, incluso suyos.

Volvió a la vida ante una voz altisonante de uno de sus compañeros, pero no ante el volumen, sino ante el significado de la palabra que había sido pronunciada.

“Rahoman”

Una palabra que lo decía todo. Volvió su mirada hacia el grupo, y vio que todos estos estaban mirando a un punto fuera del círculo de luz. Allí había aparecido una figura alta, vestida con túnica, pero con una túnica más negra que la noche. El personaje era visible más por el agujero que causaba en el aire que por una silueta precisa.

El anciano olvidó en un solo instante todo lo que había estado pensando hasta el momento, y se levantó con más presteza de la que se le atribuiría por su aspecto. Al tiempo que hacía esto, pronunció una palabra, y de las casi extinguidas ascuas brotaron nuevas llamas que iluminaron con intensidad a todos los presentes. A todos menos a las ropas del recién llegado. De este pudo verse sólo su rostro, y apenas vislumbrarse el brillo de sus ojos, y el de su sonrisa en el momento en que la mostró. El resto de su fisonomía quedó igualmente oculta por extraños juegos de sombra y luz.

El anciano no mostró miedo, pero pareció envejecer cien años más. Parecía que el que enfrentaba a la figura de negro no fuera más que un cadáver andante. Inspiró profundamente y murmuró algo breve. El viento arreció, arrastrando sus palabras, que fueron inaudibles para los otros miembros del grupo incluso.

El ser llegado, en cambio, si pareció oírlo. Sonrió ahora fríamente y dijo algo de modo mucho más firme. Ante sus palabras, todos lo que permanecían sentados se levantaron de repente, aunque era más que evidente que estaban tanto o más asustados que el viejo.
La expresión del hombre de negro cambió tan de repente que nadie hubiera podido preverlo. Gritó una palabra en un lenguaje antiguo, y extendió su palma hacia el hombre de la túnica blanca, para que de sus dedos brotaran cinco dardos luminosos que le atravesaron como el cuchillo caliente atraviesa un pedazo de mantequilla.

El hombre se aguantó sobre las piernas unos breves segundos, y seguidamente cayó al suelo, en apariencia, herido mortalmente. Los dardos habían escapado por su espalda, donde su túnica blanca se empapaba rápidamente de sangre roja que manaba por los cinco orificios. El anciano luchó por girar su cuerpo, e incorporarse hasta la posición de sentado. Sus compañeros, pasado el primer estupor, se lanzaron a socorrerlo, pero se detuvieron en seco, como ante un muro de cristal, cuando el herido los miró con ojos gélidos. El pecho de sus ropas estaba ya completamente rojo, y un hilo de sangre manaba también de su boca, pero su expresión se había tornado tan dura y resuelta como nunca. Cuando comprobó satisfecho que los demás se mantendrían al margen, se volvió lentamente, con los dientes apretados, hasta encarar al personaje vestido de negro, cuyas vestiduras eran sacudidas furiosamente por el viento.

La sonrisa de este había vuelto, y diríase que se había ensanchado, aunque las sombras que ocultaban su rostro no dejaban asegurarlo. Miraba al caído, muy cerca de sus pies, y quizá esperaba algún tipo de último intento de lucha, pero se equivocaba, al menos en casi todo.
El anciano comenzó a hablar, y casi tan rápido como comenzó a pronunciar la frase arcana, el recién llegado inició su contrahechizo. Ambos terminaron de hablar al mismo tiempo, y se produjeron los resultados. Un aura rojiza envolvió al hombre de la túnica negra, protegiéndolo y haciéndolo invulnerable a cualquier hechizo de ataque que pudiera recibir.

Pero esa noche no recibió ningún ataque. El anciano juntó sus manos, y en pocas décimas de segundo, un brillante objeto de color verde se había formado entre sus palmas. Cuando su brillo cobró intensidad, sopló en su interior, pareciendo hacer relucir su centro destelleante, y provocando que el objeto saliera despedido de sus manos, pero no en dirección a su adversario, sino hacia la derecha de este, hacia la noche, donde se disolvió en la oscuridad, como si nunca hubiera existido.

La exclamación de odio y contrariedad que brotó de la garganta del visitante desgarró la noche, haciendo temblar a todos los miembros del grupo. Tras un último vistazo al punto en que la esfera de luz se había desvanecido, regresó su atención al anciano, en busca de venganza, de algún modo de obligarlo a deshacer lo que acababa de obrar, pero fue demasiado tarde. Este último esfuerzo había acabado con la vida del moribundo. Lentamente, resbaló de su precaria posición, hasta descansar cara al suelo.

El grito que surgió ahora de la garganta del hechicero fue tan fuerte como un trueno. Sus ecos siguieron resonando en la oscuridad incluso después de que este se hubo desvanecido del mismo modo que había llegado. En el claro de vacilante luz de la hoguera, los compañeros del caído se acercaron lentamente a este, quizá con la idea de ayudarlo, pero también con la certidumbre de que se hallaba ya más allá de todo auxilio.

El viento silbó con furia, casi apagando las llamas fantasmales que habían sido invocadas poco antes.

La oscuridad se acentuó, lanzando sus tentáculos para tomar por la fuerza aquellos lugares que la luz tan débilmente poseía.

Poco a poco, quizá durante lo que pudieron ser eones, la oscuridad reinó, las estrellas cayeron, se apagaron, desaparecieron. Solo hubo negrura.

...Y silencio.

Nada más, y nadie más.

Hasta que comenzó el sonido, la llamada.

Poco a poco, el nombre fue quebrando espacios desiertos, abriéndose paso hasta llegar a su objetivo, al principio lejano, y más firme cuando halló la grieta que comunicaba ambos mundos.

-- Nicolás... –el sonido fantasma producía ecos en la negrura, demandando una respuesta.

La grieta se ensanchó, y el mundo de los sueños fue lentamente quedando más pequeño, como un jersey que encogiera rápidamente, obligando a su portador a abandonar su cálido abrigo. Fue de este modo que un niño de trece años abandonó el “lugar donde todo es posible” para incorporarse a un nuevo día en el “mundo real”. De todos modos no le fue muy difícil. Quizá con diez años más, o quince, le hubiera resultado más doloroso abandonar la posibilidad de un sueño lleno de aventuras, o de ilusiones, sabiendo que los sueños se van haciendo más escasos al crecer, y que la mayoría de las veces sólo hay noches vacías, o llenas de sueños que se olvidan. Quizá así hubiera sido, pero Nicolás sólo tenía trece años, y para él, el mismo hecho de vivir ya constituía una aventura. Además, si no se equivocaba, esa mañana era sábado, y no un sábado cualquiera, sino sábado veintitrés de diciembre. Las clases habían terminado el día anterior, y se abrían ante él unas maravillosas vacaciones de más de dos semanas. Bostezó, haciéndose el remolón, y abrió los ojos para saludar a su madre, ya que de ella era la voz que había escuchado.

De pronto pensó que algo iba mal. Su madre no solía despertarlo por las mañanas cuando no era necesario para ir a clase... salvo que tuviera algo que pedirle. Hoy habían empezado las vacaciones, y no tenía deseos de ir de compras, o de limpiar su cuarto. ¡Vaya!, seguro que era eso. A veces, cuando se levantaba con el pie izquierdo, acudía a levantarlo también a él, diciendo que si esto estaba sucio, o que podía estar todo mucho más ordenado. Su madre abrió la boca para decir algo, y el chico perdió las ganas de escuchar lo que pudiera decir. Tenía planes para el día. Bueno, realmente no los tenía, pero prefería pensarlos él mismo a lo largo de una mañana sabática.

-- No te veo muy animado –dijo ella, con una media sonrisa en la cara, que no gustó nada a Nicolás. Esto bastó para que acentuase su papel de niño soñoliento con pocos deseos de levantarse.

-- ¿Qué hora es? –preguntó pensando que si era muy temprano, podía defenderse con ello.

-- ¿Preguntas que hora es?. Es la hora de levantarse y comenzar a hacer tareas.

¡Maldición!. Justo lo que había temido. Ahora lo mandaría a comprar a la carnicería. Ya había estado allí muchas veces, y un sábado por la mañana la tienda podía estar atestadas de señoras charlando del último episodio de la telenovela. Nicolás odiaba ser enviado a aquel lugar. Era poco menos que someterlo a tres horas intensivas de tortura. Luego, el dependiente lo miraría y diría aquello de “que ricura de niño. Tan joven y ya ayudando a su mama”. El chico lo llevaba escuchando varios años, y se preguntaba cuando se daría cuenta de que había dejado de llevar pañales hacía mucho tiempo. Pensaba que cualquier día le podía soltar algún comentario obsceno. Pero claro, se suponía que los jóvenes no decían esas cosas. Debido a eso la juventud tenía tan mala fama. Eso es lo que siempre le decían. Muchas veces había estado pensando como darle a entender que aquel comentario, en cualquiera de sus variantes, era algo que le disgustaba mucho, pero llegado el momento, siempre tomaba su dosis de indecisión, y acababa saliendo por la puerta, dejándolo para la próxima vez. Después de todo él era un adulto. Seguro que no lo decía por ofenderle.

Su madre seguía sonriéndole con aquella expresión. Nicolás se escurrió poco a poco de nuevo dentro de las sábanas.

-- Tengo sueño –probó vacilante.

-- ¿Tienes sueño? –preguntó susurrante, y luego añadió tronante-, ¡que tienes sueño!.

Respondiendo a la suya, la voz de su padre sonó desde el salón.

-- ¿Qué ocurre por estribor? –exclamó, con esa expresión marinera que a Nicolás le encantaba.Alfonso había estado en la marina varios años antes de encontrar trabajo en la oficina en la que ahora estaba de encargado, pero cuando estaba de buen humor solía utilizar el vocabulario marinero, pero como el chico ya había notado, no el de un marinero cualquiera. En su voz y sus expresiones, recordaba más a un pirata sacado de La Isla del Tesoro, que en cualquier momento pudiera montar el cólera exclamando aquello de “Rayos y truenos”.

-- Tu hijo se niega a participar de las labores del hogar.

-- ¡Por las barbas de Neptuno!, ¿qué me dices?.

Nicolás, a su pesar, no pudo evitar lanzar una carcajada.

-- Dice que está cansado.

-- ¿Qué está cansado?. Echa a ese grumete por la borda, no quiero vejestorios en mi navío. Se quedará en puerto mientras nosotros nos vamos de viaje.

Nicolás, poniendo los ojos como platos, lanzó las mantas por encima de su cuerpo, que cayeron en un montón sobre las rodillas de su madre. Seguidamente se lanzó a una carrera hacia el salón.

-- Por supuesto, tendrás que hacer tu cama debidamente –dijo su madre desde su cuarto.
Nicolás la escuchó sólo con una parte de su mente. La otra estaba centrada en las palabras de su padre. Podía bromear mucho, pero nunca, que recordara, había bromeado sobre algo que era cierto.

Alfonso se encontraba en el salón, leyendo un periódico. La televisión estaba puesta, pero a tan bajo volumen que tan sólo se escuchaba en la sala. Jorge, el hermano menor de Nicolás, estaba allí agachado, viendo un programa de dibujos animados. Ni siquiera se volvió cuando el chico entró en la sala. Sólo se acercó más al televisor para oír mejor. Nicolás habría jurado que su padre estaba sonriendo cuando él entró en el salón. Si no lo estaba, se echó a reír mientras hablaba.

-- Vaya, esto si que es una recuperación rápida –exclamó soltando el periódico-. Parece que no quieres perder el barco.

Nicolás trató de conservar la compostura que había perdido por unos segundos. Dio los buenos días a su padre, y contuvo su entusiasmo inicial hasta que su padre le comenzó a explicar de qué iba la historia.

-- Supongo que tienes una ligera idea de cómo funcionan los trabajos y todo lo relacionado –dijo, y Nicolás asintió-. Aunque sólo llevo un año y medio en la empresa, ya sabrás que tengo derecho a un mes de vacaciones al año, aunque quizá no sepas que si las circunstancias lo permiten, ese mes puede dividirse en dos, tres, bueno, los periodos que hagan falta. En realidad, no esperaba que me lo concedieran, pero me han dado las dos semanas de Navidades que pedí –al chico cada vez le era más difícil aguantar la emoción, pero se forzó a guardar silencio mientras su padre seguía hablando-, y he pensado que podríamos hacer algo diferente este año. Algo más que las típicas cenas de Navidad y Año Nuevo. Me he estado informando, y se que hay algunos refugios de montaña que organizan esas fiestas, así que, como supongo que todos estamos de acuerdo en que nos gusta la naturaleza...

-- ¡Nos vamos de acampada! –concluyó sin poderlo aguantar Nicolas.

-- Pero antes de embarcar –dijo su madre cuando pasaba en dirección a la cocina-, hay que dejar este puerto como los chorros del oro.

-- Enseguida –exclamó el chico, ahora de buena gana.

-- En realidad no es de acampada –explicó Alfonso-. Sé que te gustaría que fuera con tiendas de campaña incluidas, fogata nocturna y sacos de dormir, pero hay algunas razones en contra. Por un lado estamos en diciembre. No se tu, pero a mi, las dos mantas que estoy utilizando ahora mismo me parecen poco, y creo que en la montaña hará incluso más frío. Por otro lado, ¿qué tipo de cena de Nochebuena tendríamos si asáramos unos filetes ensartados en un palo?
Contrariamente a lo que Alfonso esperaba, a Nic no pareció importarle mucho el detalle. O si le importó, lo disimuló muy bien.

-- Da igual. Es fantástico. Si estamos en la montaña habrán bosques por los que caminar, y senderos, y cuevas, y ríos, y cataratas...

-- Y unos Gallifantes enormes de color rosa –añadió Alfonso con una carcajada-. No dejes volar demasiado tu imaginación, o puedes encontrarte con una enorme desilusión. No sé como es aquello. En lo del bosque has acertado, eso sí. Tengo entendido que aquel es una especie de parque natural. Hay árboles muy altos, y muy antiguos. Ese tipo de lugar que la gente de ciudad no ha visto más que en los documentales, pero en cuanto a lo demás, bueno, quizá estás haciéndote una imagen demasiado idílica.

-- ¿Y cuando nos vamos?

-- Pues, si atamos algunos cabos, como que nos confirmen la reserva de habitaciones, o que todos los camarotes del buque queden completamente limpios... supongo que después de comer. Si comemos temprano, y con un poco de suerte habríamos llegado allí poco después de anochecer.

-- Jorge no parece muy entusiasmado.

-- A, sí, Jorge. Ese es posiblemente el cabo más suelto que tenemos. No va a pasar las vacaciones con nosotros.

-- ¿No te vienes? –preguntó Nicolás asombrado a su hermano. Este contestó sin desviar la atención del televisor, donde el gato Tom estaba a punto de recibir una ducha fría, obsequio de su camarada Jerry.

-- Me voy de vacaciones yo solito –dijo.

-- ¿Cómo...?

-- Con su colegio –aclaró Alfonso-. Anoche llamaron cuando tu te habías ya acostado. ¿Recuerdas aquel concurso en el que participaron toda su clase?

-- El de tebeos.

-- Ese. Pues era de ámbito nacional, y parece que han ganado el segundo premio.

-- Eso fue hace meses –dijo Nicolás tratando de recordar exactamente cuando había sido aquella semana. Esa en que el bribón de su hermano no había dejado de acosarlo durante cada minuto, exigiéndole ideas para su colaboración en el proyecto.

-- Sí, en junio. Parece que hubo problemas con la financiación del concurso. La profesora anoche me contó algo así. Se suponía que todo estaría resuelto para cuando regresaran de vacaciones de verano. El viaje debía haber sido en septiembre, justo después de los exámenes. Se liaron las cosas, y no se han desliado hasta hace una semana. De modo que tu hermano va a pasar la primera temporada fuera de casa sin nuestra vigilancia.

Nicolás creyó detectar una sombra bien disimulada de preocupación en su padre. Con sus trece años, no estaba aún en disposición de entender hasta que punto podía ser profunda, pero se hacía una idea de que un niño de nueve años no debía de pasar mucho tiempo fuera de la protección de su familia.

-- ¿Dónde van? –preguntó.

-- A Madrid –explicó Alfonso-. Se marchan el día veintisiete, celebrarán todos juntos el año nuevo, y visitarán la capital durante un par de días antes de venirse para acá. Tienen previsto regresar el día cuatro.

-- Pero si se van el día veintisiete, ¿qué va a hacer hasta entonces?

-- Hemos llamado a tu tía, por si pudiera quedarse allí, pero aún cabe la posibilidad de que nos quedemos todos con él hasta que se vaya.

Nicolás puso toda su alma en no demostrar la desilusión que estas palabras le causaron. No deseaba dejar sólo a su hermano, pero ya se había mencionado el viaje. Ya se había mencionado que sólo los separaba unas horas de la partida. Decir ahora que todo eso podía venirse abajo hasta cuatro días después era demasiado.

-- Podría venirse con nosotros a pasar la Navidad allí –propuso, sin demasiada convicción.

-- Podría, pero después tendría que venir yo a traerlo, y es un problema.

-- No, es muy sencillo... –trató de explicarlo Nicolás, pero fue interrumpido por su padre, que bajó la voz para seguir explicándole.

-- Si tienes razón, es muy sencillo, pero hazme caso: es muy complicado. Tu madre y yo lo estuvimos hablando anoche. A un buen paso, son unas cinco horas de coche. Eso significa que necesitaría, si no descanso nada, al menos diez horas y media para venir aquí y volver allí. A mi no me importaría demasiado, porque de ese modo, Jorge cenaría con nosotros el veinticuatro por la noche, pero eso no le parece buena idea a tu madre. Ella opina que podemos igualmente cenar aquí, y me libra de ese modo de una jornada de carretera en solitario –bajó aún más la voz y añadió con un gesto cómico, como si compartieran información confidencial-, ya sabes que se pone histérica cuando estoy sólo en la carretera.

-- Pero yo podría acompañarte ese día...

Alfonso lo interrumpió de nuevo, con una fingida expresión escandalizada.

-- Diablos, no. Eso la aterrorizaría. No te preocupes. No te habría dicho lo del viaje si no hubieran muchas posibilidades de que tu tía se quede con él.

-- ¿Qué tía?

-- ¡Que tía va a ser, besugo! –intervino Jorge, dejando por un momento al gato y al ratón solos en la pantalla-. La tía María.

-- Y tú eres un alcornoque –respondió Nic-. Pues claro que sabía que era tía María.

-- Vaya dos marineros de agua dulce que estáis hechos –intervino Alfonso, y los dos hermanos se rieron. Jorge volvió a sus dibujos animados, no sin antes sacarle la lengua a Nicolás. Para cuando este fue a decirle algo, ya no lo estaba mirando-. Ya sabes que la tía está últimamente bastante sola. Desde que sus hijos se fueron a esos cursos al extranjero, no pasa mucho tiempo con nadie. Además, ya sabes que a tu hermano le encanta el Cuarto Mágico.

-- Sí –dijo sonriendo Nicolás, viendo una oportunidad de venganza-, sobre todo las muñecas Barbie.

Jorge se volvió para lanzarle una mirada asesina, su rostro colorado, pero no dijo nada. El Cuarto Mágico era una habitación en la que la tía María guardaba todos los juguetes que alguna vez habían pasado por las manos de sus tres hijos y una hija. Allí se acumulaban tebeos antiguos, cuadernos de colorear a medio ensuciar, cajas llenas de lápices, ceras, rotuladores y bolígrafos, camiones de todos los tamaños, y en distintos estados de conservación, juegos electrónicos, la mayoría de los cuales hacía años que habían dejado de funcionar, sets de construcción, coches, casas de juguete, ositos de peluche, muñecos de acción y, por supuesto, una pequeña colección de muñecas Barbie, propiedad de la más pequeña, que ahora tenía diecinueve años, y estudiaba ingles en Irlanda. El cuarto mágico era un lugar de ensueño para todos los sobrinos de María, y más aún, porque a diferencia de otros muchos mayores, a la tía María no parecía importarle que el Cuarto Mágico estuviera desordenado siempre. El resto de su casa era otra historia, y podía ser un poco severa cuando algún niño sacaba juguetes de la habitación y los dejaba tirados por cualquier lugar, pero, ¿quién necesitaba el resto de la casa cuando todas las fantasías estaban encerradas entre cuatro amplias pareces?

El mismo Nicolás había jugado allí muchas veces, y aún lo hacía cuando se le presentaba la oportunidad. De hecho, si no hubiera sido por la alternativa que se le ofrecía, habría sentido celos de su hermano, que podría pasar unos días disfrutando en el paraíso.

-- Eso ha sido un golpe bajo, Nic –dijo riendo su padre-. ¿Recuerdo mal, o no eras tú quien hace unos tres años suplicó de rodillas a tu prima Elena para que jugara contigo a las casitas, precisamente con esas mismas muñecas?

Esta vez, fue el chico quien se encendió como la luz roja de un semáforo.

-- ¡Ja, ja! –exclamó Jorge.

-- Eso fue cuando tenía nueve años –murmuró a la defensiva.

-- Si, más o menos la edad que tiene tu hermano. En realidad, creo que ibas a cumplir diez, ¿me equivoco?

-- Ja, ja, ja –añadió a su anterior frase el hermano menor.

-- Silencio, grumete, o serás pasto de los tiburones –exclamó Alfonso con su mejor voz de Barbanegra-. Verás, Nic... los dos. No viene mucho a cuento, pero quiero que sepáis que no está mal jugar a las muñecas... al menos con vuestra edad, y si recordáis quienes sois. El día que, con veinte años, os vea hacerlo, creo que me preocuparé mucho, pero de momento...

Hubo un momento de silencio. Nicolás se apresuró a romperlo con una pregunta.

-- ¿Qué ha dicho la tía?

-- Bueno. Ella no estaba en la casa, pero le hemos dejado un mensaje en el contestador. No creo que se niegue.

Una voz rugiente sonó desde la cocina.

--¿Es que nadie va a desayunar hoy?. ¡Jorge, ven ahora mismo a tomarte la leche o te apago la tele!

-- ¿Puedo tomármela en el salón?

-- No creo que le parezca muy buena idea, marinero –aconsejó Alfonso cuando, tras unos segundos, aún no habían recibido respuesta-. Creo que esta mañana ya se ha encargado de limpiar aquí.

-- Vamos, enano –dijo Nic dirigiéndose a la cocina-. Será un minuto.

Tras meditarlo un momento, su hermano menor lo siguió.

No cruzaron una sola palabra durante el desayuno, y compitieron por ver quien bebía antes el vaso de leche. Ambos estuvieron a punto de ahogarse con el bizcocho, y en poco más de un minuto, ambos estuvieron de nuevo en sus puestos; Jorge delante del televisor, a tiempo para ver como acababa el episodio, y Nicolás en su cuarto, ordenando y limpiando con mucho más ánimo del que tenía al levantarse, dedicando todos sus pensamientos a imaginar como podían ser esas vacaciones. Todos, menos una pequeña rendija que dejaba abierta, rezando porque las vacaciones pudieran realmente comenzar esa tarde.

Como siempre le ocurría cuando dejaba volar su imaginación, el tiempo pareció encogerse, contraerse sobre sí mismo para abarcar mucho menos espacio. En realidad, hizo las tareas de su cuarto sin darse cuenta, dejando que ese lado de su mente que parecía actuar siempre sin control se encargara de ello. Mientras tanto, él volaba sobre los bosques, imaginando que eran selvas, lugares peligrosos donde nadie civilizado había puesto aún el pie, imaginando que comandaba una valiente expedición que lucharía con los indígenas caníbales, para expulsarlos del lugar, que navegaba por ríos cristalinos, que penetraba en oscuras y maravillosas cuevas llenas de tesoros...

Mientras se ocupaba de las tareas, también se apoderó de dos valiosos objetos que guardaba en uno de sus cajones: una pequeña linterna de bolsillo, y una vieja navaja que le había regalado su abuelo no mucho tiempo atrás. En su mente decidió que un explorador que se preciara no podía jamás viajar sin esos dos objetos.

Había comenzado a elaborar una lista de otros objetos que podrían serle útiles cuando el teléfono sonó. Nicolás se levantó como una exhalación y cruzó el pasillo tan deprisa que a punto estuvo de caer al tropezar con la alfombra. Peor aún, la mesita del pasillo, que se apoyaba sobre esta, se movió de sitio, y casi dejó caer la valiosa lámpara que sostenía. Nicolás logró evitarlo con una buena demostración de reflejos, pero se vio obligado a colocar todo en su lugar mientras oía la voz de su madre en la cocina contestando a la llamada. Trató de hacerlo lo más rápido posible, pero algo debía haberse movido más de la cuenta, porque cuando colocó de nuevo la mesa en su sitio, la alfombra quedó arrugada bajo esta. Refunfuñando, volvió a comenzar, y cuando trató de levantar una de las patas de la mesa para pasarla sobre la arruga, reparó en que tan sólo un momento antes acababa de dejar la lámpara sobre su superficie. Soltó la pata rápidamente y volvió a atrapar a la rebelde lámpara en el último momento.

En la cocina, su madre acababa de felicitar las fiestas a alguien, y escuchaba un largo monólogo intercalando algún ocasional “sí”, “claro”, “ajá”. Nicolás sabía, en su interior “sabía” que era la tía María, y que le estaba dando la contestación a la pregunta que lo perturbaba a él. También era consciente de que mientras tanto, en lugar de estar junto a su madre, tratando de pillar el sentido de la conversación, él permanecía sentado en el suelo del pasillo, sobre una alfombra descolocada, junto a una mesa mal puesta, y con la lámpara que había estado sobre su superficie, en las manos.

Todo quedaba muy cómico. El chico se tranquilizó, y trató de olvidarse de la llamada. Realmente no pudo, pero al menos logró colocar la mesita y la lámpara en su sitio para cuando su madre se despedía y cortaba la comunicación. En ese momento, entró en la cocina.

-- ¿Quién era? –preguntó casualmente.

-- Era la tía. ¿Has limpiado todo tu cuarto?

-- Si. ¿Qué ha dicho?

-- Nada, lo de siempre –contó su madre mientras pelaba unas patatas en el fregadero-, tus primos siguen bien, ella está un poco fastidiada con ese reuma suyo, pero dice que no es tan fuerte como otras veces. Y... nada más, salvo que ha comprado un gato.

Nicolás frunció el ceño. ¿A qué venía todo eso?. El no se había referido a eso. Miró a su madre, y vio su sonrisa al tiempo que se daba cuenta de varias cosas: primero, que le estaba tomando el pelo, segundo, la tía María no tenía reuma, al menos que él supiera, y tercero, era la persona más alérgica que conocía al pelo de los animales.

-- No hay problema –le aclaró al fin-. Se quedará con Jorge desde esta tarde.

Nicolás saltó literalmente de alegría.

-- ¡Estupendo! –exclamó-. Entonces nos iremos después de comer.

-- No sé, Nic. Lo intentaremos, pero tengo aún muchas cosas que hacer. La comida se está llevando todo mi tiempo, y creo que tendré que esperar hasta después para poder barrer el pasillo y la salita. También tengo que fregar la terraza.

-- Yo lo haré.

--¿Sí, podrás tu sólo? –preguntó con escepticismo en el tono.

-- Por supuesto –dijo el chico, apoderándose de la escoba, y casi atropellando a su padre cuando salía por la puerta.

-- Lo he escuchado –dijo en voz baja Alfonso cuando el chico hubo salido.

-- ¿Qué has escuchado? –preguntó ella, removiendo la comida, y volviendo a pelar patatas.

-- Eres una aprovechada –dijo, acercándose a ella, y rodeándola con su brazo.

-- ¿Verdad que lo soy? –dijo, volviendo la cara, y sonriéndole, cuando el le acarició el pelo.

-- La más que conozco –sentenció él, besándola brevemente, y luego cogió un cuchillo para ayudarla con las patatas.

-- A él le sobran las fuerzas, pero le faltan las ganas.

-- Debiste trabajar para la policía, de verdad.

-- Ya lo hice –aseguró ella-, pero me echaron por mal carácter.

-- Lo entiendo.

Rosa se volvió tan rápido que su cabello azotó el rostro de su marido.
-- ¿Cómo que...?.

Las tareas estuvieron acabadas mucho antes de lo que habían esperado. Tras la comida, Alfonso se encargó de fregar los platos, mientras su mujer ultimaba el equipaje de Jorge, y le daba los interminables consejos de madre. Nicolás, por su parte, trataba de ayudar por todos lados a agilizar la marcha, pero parecía que todo estaba ya listo.

Poco después de la una, todos estaban montados en el viejo Renault diecinueve. Se pusieron en marcha, y Nicolás sintió como si las puertas del Cielo se abrieran ante él. En realidad, era casi eso. Se abrían diez días de acampada en un lugar maravilloso (eso esperaba).

Hicieron una breve parada en el norte de la ciudad, para despedirse de Jorge. La tía María estaba en el portal esperándolos. Todos se bajaron a saludarla, y charlar un poco. Ella les ofreció subir un momento y tomar un café, pero Alfonso argumentó que ya se les había hecho un poco tarde, y que a Rosa no le gustaba viajar de noche. Además, nunca habían estado en el lugar, y temían perderse en la oscuridad. Tras las auténticas despedidas, montaron de nuevo en el coche, y poco después, salían por la autovía en dirección al norte.

Alfonso colocó el frontal del extraible, y seguidamente, introdujo un casette. Un momento después comenzaron a sonar los primeros acordes de una guitarra por los altavoces laterales.
-- ¿Qué es eso? –preguntó Nicolás, maravillado por la música.

-- El Voyager, grumete –dijo Alfonso, como si presentara las joyas de la corona-, la música del viajero.

-- De Mike Oldfield –añadió Rosa-, no lo habías escuchado antes.

-- No.

-- Pues relájate –dijo riendo Alfonso-. Vas a tener tiempo de conocerlo.



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