jueves, 29 de noviembre de 2007

Guerreros del Ocaso - Cap 03



CAPITULO 3

LOS VIENTOS DEL CAMBIO.


-- Es sólo un momento –dijo Nicolás, y se alejó del camino en busca de lo que había visto.

Los arbustos eran muy tupidos, pero no le fue difícil diferenciar la zona de la que había venido el resplandor. Había sido como cuando había estado en el comedor, y había visto aquel destello, como si alguien hubiera encendido el flash de su cámara de fotos. Fue en ese momento cuando dedujo que el sol no podía haber reflejado en ningún cristal, “porque las nubes tapaban al sol”. Lógico.

A sus espaldas seguía oyendo las voces de sus padres que se acercaban por el camino. No quería alejarse. Su padre lo había dicho, pero necesitaba unos metros más. Sólo quería saber qué era lo que había producido la luz. Quizá fuera un diamante. En algún libro había leído que brillaban como el sol, aunque sólo reflejaran la luz de una antorcha.

Caminó tres metros más allá, y se detuvo. No sabía continuar. Estaba frente a unos grandes arbustos, similares a los que había visto alguna vez en películas de la selva. Estos formaban un techo tupido de hojas, ramas y troncos que apenas dejaban pasar la luz al interior. Allí había creído ver brillar la luz, aunque podía equivocarse. Miró al suelo pero no vio nada raro porque la hierba le cubría los pies hasta la altura de los tobillos. Si algo había destellado desde allí, bien podía estar oculto bajo toda aquella alfombra viviente.

Estaba casi a punto de volverse hacia el camino cuando el fenómeno se repitió.

No se había equivocado. La luz provenía de dentro de aquel arbusto... y sin embargo sí se había equivocado. Por un momento le había dado la impresión de que era el tronco de un árbol el que había provocado el destello, como si su corteza fuera de nácar. No podía ser.

Aquel árbol atravesaba la maraña de arbustos, como el paraguas que adorna la bola de helado atraviesa a esta. El brillo había venido de la oscuridad, donde estaba la base del árbol. Nicolás no tenía deseos de ensuciarse las rodillas de los pantalones, pero puede que eso fuera interesante. ¡Que demonios!, claro que era interesante. Un árbol que brillaba. ¿Quién había oído alguna vez hablar de algo así?. Quizá fuera una nueva especie que no conocían los científicos. El chico tenía que asegurarse. Luego llamaría a sus padres, señalarían el lugar, y se harían famosos.

Justo cuando se disponía a agacharse para pasar a través de la pared de hojas, una ráfaga de viento le alborotó el cabello, introduciéndose por las rendijas de su abrigo, y haciéndolo temblar como un flan. Fuera hacía frío, cierto, pero aquella ráfaga había sido...

¿Gélida?

Escuchó a su madre reír animadamente, muy cerca de él, y eso disipó la inquietud que de pronto se había adueñado de él. “Quizá el árbol fuera peligroso”.

-- Bah –dijo para sí en voz baja-. ¿Por qué iba a ser peligroso?

Se agachó y apartó la tela de ramas que cerraba el paso al interior. Otra ráfaga de viento lo desequilibró, y estuvo a punto de caer. ¿Era su imaginación, o el viento había soplado desde dentro de ese arbusto?. No, eso no era posible...
O si... ¡Que importaba!

Se impulsó hacia dentro, y cuando sus pies pasaron por la abertura, las ramas volvieron a ocupar su sitio, y la oscuridad se cerró sobre el chico. En ese momento le había parecido escuchar que alguien lo llamaba por su nombre, pero le sonó muy apagado por la distancia. Seguramente lo había imaginado. Por un momento se asustó. No hubiera podido imaginar que aquel bajo techo de hojas pudiera estar tan bien entrelazado como para tapar casi toda luminosidad. De hecho, le recordó a aquella vez que la luz se había ido en su casa mientras él estaba sentado en el retrete. La puerta del cuarto de baño había estado cerrada, y fuera había algo de luz, que se filtraba por la rendija, pero dentro eso no disminuía la oscuridad casi nada.

Se armó de valor. Después de todo no estaba perdido en ninguna cueva gigantesca. Un simple salto, y su cabeza asomaría por encima del techo vegetal, como la cabeza de cualquier personaje de dibujos animados podría atravesar el techo de su piso, hasta asomar por el suelo del vecino. Podía salir de allí en cuanto quisiera.

De ello estaba convencido.

Se arrastró un paso más hacia delante, y acercó su mano al tronco del árbol. Tras dudar un momento, lo tocó.

No iluminaba, no brillaba, no era más que simple y vulgar madera. ¿Cómo había podido imaginar que un árbol pudiera emitir luz como si fuera una luciérnaga?. Se sentía ridículo allí, dentro de una pequeña gruta vegetal, poniéndose perdidos los pantalones, y haciendo esperar a sus padres. Apartó su mano de la áspera corteza, y entonces recibió un nuevo golpe de viento, pero si los anteriores habían sido fríos, como un soplo ártico, este fue cálido. ¡Cálido y seco!. Al mismo tiempo, una sensación de mareo como no había sentido en la vida, se apoderó de él. Creyó estar cayendo desde una gran altura, y cuando su cuerpo se preparó para el impacto, perdió del todo el equilibrio, cayendo sobre un montón de troncos leñosos. Se hizo daño en un codo, pero no se dio cuenta. El miedo había ocupado su correspondiente lugar entre todos los sentimientos que anidaban en su mente, y sólo pensaba en salir de allí. Salir.

Simplemente salir.

Se dio la vuelta como pudo y se impulsó hacia fuera, atravesando la pared de hojas hasta surgir a...

A...


¡Por todos los diablos!. ¿Dónde estaba?

En un primer momento supuso que con la desorientación había salido de esa especie de laberinto en miniatura por un lugar equivocado. Al siguiente pensamiento desechó esta posibilidad. Aunque así hubiera sido, el paisaje no podía haber cambiado tanto. A su alrededor había árboles, cierto, pero espaciados, alejados unos de otros, y pelados. El viento silbaba a través de sus desnudas ramas. Tampoco había arbustos. Ninguno, si se exceptuaba aquel del cual había salido él. El suelo no tenía hierba, y la tierra aparecía seca, árida, cuarteada. Además, el tiempo había cambiado también. Todas las nubes habían desaparecido y...

Lo percibió sin llegar a creérselo. Nicolás miró una y otra vez. Se dejó caer sobre una piedra y dirigió de nuevo sus ojos hacia lo alto. Para asegurarse. La certeza cayó sobre él como una gigantesca losa de mármol. Una certeza que habría vuelto loco a un adulto.

-- Dos soles –dijo con la voz pastosa, como si quisiera creerlo sólo por escucharlo de sus propios labios-. Dos soles. ¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy?

Se fijó bien en los detalles. Luego, cuando bajase la vista, no podría decirse a sí mismo que era la luna; que un exceso de imaginación le había hecho ver al satélite de la tierra como otro sol. Allí arriba brillaba, más o menos en la posición más alta, un sol amarillo, el que siempre había conocido.. o eso pensaba. Y más desplazada hacia el horizonte, otra esfera de luz brillaba con luz mucho más tenue, rojiza, apagada...

Apagada, si, pero era evidente que la luz era propia. No había manera de confundir aquel segundo sol con la luna

Durante un buen rato, Nicolás permaneció sentado en aquella piedra, mirando a su alrededor, intentando saber a qué atenerse. Sus pensamientos estaban desordenados, y necesitó un buen rato para ponerlos en orden. Conseguirlo fue ya todo un logro. Lo primero de lo que tuvo certeza es de que se estaba asando con aquel abrigo puesto, de modo que se lo quitó y lo dejó doblado sobre la piedra, mientras probaba la primera posibilidad que se le había ocurrido. Volvió a entrar en aquel arbusto, arrastrándose hasta el árbol central, para poder tocar su madera. Lo hizo una y otra vez, mas nada ocurrió; ni viento, ni mareo, ni sensación de caída. Sólo le pareció estar metido dentro de un horno.

Salió de allí, sin estar demasiado desilusionado. De algún modo había sabido que eso no funcionaría. Era demasiado fácil. Lo había deseado con toda su alma, pero en las películas, en los libros, en las series... nunca era tan fácil.

-- Pero esto no es un libro, ni una película... ni nada –intentó convencerse-. Esto es la realidad. Yo soy real, y estoy en un mundo real.

“En la realidad los árboles no brillan –le contestó una voz interior-, ni te llevan, sólo por tocarlos, a lugares donde no quieres estar”

-- ¡Maldición! –exclamó aquella expresión que había aprendido de las películas de la tarde-. ¿Qué está pasando?

Intentó no perder los nervios. Su padre siempre había dicho que en las situaciones adversas había que ser constructivo. Cuando Nicolás le había preguntado que significaba ser constructivo, le había contestado que se trataba de no fastidiar demasiado una situación, cuando esta ya estaba bastante fastidiada por sí misma. “Cuando algo se estropea nos solemos sentir mal”, había explicado a continuación, “pero si te das cuenta, eso no arregla nada. Puedes enfurruñarte, puedes gritar, y puedes tirarle a mamá los platos a la cabeza, pero normalmente, nada de esto arregla lo que ya está mal. En todo caso lo empeora. ¿Lo entiendes?”

Nicolás no lo había comprendido muy bien. Había creído hacerlo, pero sólo tenía ocho años, y nunca se había encontrado en una situación “fastidiada”. Ahora lo estaba, y las piezas de la explicación de su padre encajaban (más o menos) en lo que le estaba pasando a él. Tenía una vaga consciencia de que quedarse sentado “no era constructivo”, y tampoco pasar todo el rato lamentándose.

Recordó más cosas.

En casa, su padre tenía un par de películas grabadas con episodios de una serie de ciencia-ficción. Él le había contado que la serie la habían echado en televisión cuando era pequeño. No tenía el primer episodio grabado, pero una vez se lo había contado. Se titulaba “Otros Mundos”, y trataba de una familia que, durante una visita a una pirámide en Egipto, eran teletransportados a otro lugar, al producirse una extraña conjunción de planetas. Todos los episodios transcurrían vagando de un lugar a otro, conociendo civilizaciones diferentes, intentando encontrar un modo de volver a la Tierra.

... Algo así como lo que le pasaba a él. Quizá en algún punto sobre aquel árbol, se hubiera producido también una conjunción de planetas. Quizá algún fenómeno explicable lo hubiera lanzado a ese lugar desconocido, y sólo necesitaba encontrar el modo de volver a casa.

“Volver a casa”. El pensamiento estaba empapado de un sentido tan melodramático, que casi le dieron ganas de reír. Lo habría hecho de no ser porque al mismo tiempo estaba temblando de miedo. Nunca se había enfrentado sólo a ninguna tarea semejante, y la verdad, no estaba seguro de cómo conseguirlo.

-- A moverse –se dijo levantándose. Echó un vistazo a su alrededor, intentando determinar la posición por la que había salido del arbusto, la posición que este debía ocupar en su propio mundo, y la situación aproximada en la que, si se encontrase allí, podría encontrar el refugio de montaña.

A pesar del calor sofocante que hacía, Nicolás se resistió a desprenderse del abrigo. Lo llevó en el brazo, y no había dado diez pasos cuando necesitó quitarse también el jersey. Gruesas gotas de sudor comenzaban a brotar de su frente. Cuando había avanzado un par de minutos, comenzó a sentirse asustado. A través de los escasos troncos desnudos, podía ver algo que no le gustaba lo más mínimo. El corazón le latía desbocado, pero se obligó a avanzar hasta verlo sin el estorbo de obstáculos. No había transcurrido medio minuto cuando salió de entre los árboles, y sin nada que entorpeciera la vista, lo pudo contemplar en toda su magnífica extensión:

El desierto.

Una colosal llanura de arena, surcada de dunas y piedras, azotada por los vientos que movían el polvo como si se tratase de nubes de tormenta a ras del suelo. Nicolás tragó saliva, y ante la simple visión de aquel espectáculo, sintió la garganta seca. La lengua se le quedó pegada al paladar.

Y de pronto tuvo consciencia de otra cosa. El gran explorador no se había hecho con una mísera cantimplora.

Seguir adelante era una locura. Nicolás dio media vuelta y se alejó de allí por el camino que lo había traído. Por mucho que su hotel estuviera en esa dirección en su propio mundo, allí podía quedarse en este. Regresó hasta el lugar donde se había sentado frente al arbusto, y siguió su camino en línea recta. El viento cálido le desordenaba el cabello, y le secaba las fosas nasales. Con un poco de suerte, pensaba, en esa dirección, el bosque se iría haciendo más frondoso. Quizá encontrase un río, o un riachuelo. Siguiéndolo no tardaría en encontrar algún tipo de civilización.

Pero todas sus esperanzas se fueron al traste cuando, también en esa dirección, los troncos secos desaparecieron para dar lugar a la arena.

-- Joder –se dijo-. Desierto por todos lados.

Nicolás se encontraba en una mancha de bosque... o al menos, eso fue en otro tiempo. Quizá hubo agua en un pasado, pero en ese momento no había ningún tipo de oasis entre los árboles muertos. Posiblemente la única cosa viva en aquella desolación era el mágico arbusto que lo había traído a este mundo, y quizá no necesitaba de agua para vivir. Nicolás respiró hondo, sin decidirse. No sabía que hacer. Miró a su derecha y a su izquierda. Luego atrás.

Se sintió sólo, y el escozor del llanto comenzó a empujar tras sus párpados. Sacudió la cabeza, y no se dejó llevar por la autocompasión. Era vagamente consciente de que si lo hacía todo estaría perdido. Dio un par de pasos y salió de la linde de árboles. Un par más, y estuvo avanzando por el desierto. Tras esto, sintió que lo demás era fácil. Sólo tenía que avanzar.

Avanzar.

... Y avanzar.


Sus pies agotados lo llevaron a lo largo de muchas horas. Su reloj digital se había quedado en blanco, y era imposible saber cuanto tiempo había pasado por el sol. En algunos momentos había habido un solo sol. En otros, habían sido los dos los que lo habían torturado. El chico era consciente de que había caminado mucho, subiendo dunas, bajándolas, intentando seguir una línea recta, guiándose por el rastro de sus huellas a sus espaldas. Este rastro no duraba mucho. Las frecuentes rachas de vientos podían cegarlo, y a veces cuando cesaba y podía abrir los ojos, se encontraba los pies completamente enterrados en arena, y sus huellas completamente borradas. En esos momentos se sentía como un alienígena a quien una nave espacial hubiera puesto en un punto al azar, habiendo llegado así allí sin poner un pie en el terreno de alrededor.

Hacía mucho que había abandonado su abrigo, y también el jersey, a las ardientes arenas. Había conservado sus objetos, y los alimentos, en previsión de que fueran útiles. Al principio había comido algún trozo de pan de los bollos que había traído con él, pero cuando las horas se fueron sucediendo como una larga cadena su garganta fue poco a poco quedando imposibilitada para tragar. El aire entraba y salía de sus pulmones silbante, como si atravesara secas hendiduras de piedras.

¿Cuánto llevaba andado?

Nicolás no era capaz de pensarlo. Mucho. Demasiado para un niño de trece años, por muy sano que estuviese. El chico había encontrado en su interior una fuerza de la que no tenía conocimiento. Un “algo” que lo impulsaba a dar otro paso, y otro, a pesar de estar al límite de su resistencia, y a pesar de que, cuando ascendía a una duna alta, seguía sin ver final alguno a aquel infierno.

Sólo se trataba de poner un pie, y luego ver el lugar donde se iba a asentar el otro.

Llegó un momento en que incluso esto fue demasiado. Nicolás cayó a la arena, y allí quedó tumbado tratando de no dejarse llevar por la marea de oscuridad. Tras unos momentos, siguió arrastrándose sobre sus manos y rodillas. Un metro más, y otro. Sus labios estaban agrietados. Era vagamente consciente de un sabor metálico a sangre en su boca. Sus ojos, castigados por el seco viento, le escocían hasta el punto de que apenas podía abrirlos un poco para tener una idea de por donde avanzaba.

Quizá esto fue peor.

Mientras avanzaba, por un momento sus manos tocaron algo húmedo y cálido. Abrió los ojos ansioso, sólo para encontrarse cara a cara con un apergaminado cadáver en cuya piel se habían abierto grietas supurantes. El hedor lo golpeó como un martillo, y su estomago se reveló, a pesar de que no tenía nada que vomitar.

Nicolás golpeó el aire intentando levantarse, mientras un grito ahogado pugnaba en su garganta. Se alzó sobre sus dos piernas, y echó a correr hacia delante. Apenas avanzó seis o siete pasos cuando un vacío pareció abrirse bajo él, y su mente cayó en una profunda oscuridad. Su cuerpo se precipitó inconsciente sobre las arenas del desierto.



Creative Commons License
Guerreros del Ocaso is licensed under a
Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España License.
-------

No hay comentarios: