CAPITULO 5
AGUAS TURBULENTAS.
AGUAS TURBULENTAS.
Casi había caído la noche cuando llegaron al río. El sol-luna se había puesto hacía rato, mientras el más brillante se encaminaba derecho al horizonte. Las aguas eran brillantes y frescas. Les hizo bien remojar las heridas. También se dieron un breve chapuzón, pero en la orilla, con mucho cuidado. La corriente era fuerte, y el río ganaba profundidad muy pronto. Nicolás se quitó la camisa, y en un momento estaba en el agua. Christine, por su parte, se metió vestida, y cuando le tocó salir, pidió a Nicolás que se volviese de espaldas un momento mientras se quitaba la blusa y la retorcía para escurrirle el agua. A pesar de sus esfuerzos, la prenda se le seguía quedando adherida al cuerpo, y aunque llevaba debajo puesto sujetador, le daba vergüenza que se resaltasen de ese modo sus formas. De todos modos no había mucho más que pudiese hacer para remediarlo. Indicó al chico que podía darse la vuelta, y enrojeció cuando este lanzó una fugaz mirada a la zona que ella se había esforzado por disimular. La blusa era bastante opaca, pero se empeñaba en quedarse pegada. Gracias a Dios, él parecía también azorado, y cuidó mucho de mirarla directamente a los ojos cuando le hablaba... al menos hasta que la prenda estuvo de nuevo seca.
Se sentaron en unas piedras pequeñas para recuperar sus posesiones. Nicolás había dejado allí su linterna y su navaja, mientras ella había soltado un pañuelo que envolvía el puñal, recuperado tras el encuentro con la serpiente, una caja de cerillas, un rollo de cordel, y un llavero con la forma de águila con las alas extendidas, del que pendían dos llaves. También había un tirachinas de metal, pequeño, como si hubiera sido hecho para un niño de ocho años, con una banda de goma elástica rematada en una cazoleta de cuero.
-- ¿Para cazar? –preguntó Nicolás de broma, examinando el objeto, pero ella asintió con expresión grave.
-- Es más útil de lo que piensas –dijo tomándolo en sus propias manos, y balanceando la cazoleta como un péndulo.
-- Apenas tendrá fuerza. Parece un juguete.
Ella en lugar de contestar, buscó a su alrededor, hasta encontrar una pequeña piedra irregular entre la arena. La montó en el arma, y estiró la goma, apuntando a un árbol solitario a unos cinco metros. Disparó, y el proyectil salió despedido con suficiente violencia como para aterrizar treinta metros más allá de su objetivo. Por desgracia, pasó a un metro a la derecha de este. Christine se encogió de hombros.
-- Es difícil dirigir el tiro con una piedra que tiene lados planos.
-- ¿Y con qué sueles tirar? –inquirió el chico divertido.
Ella se desabrochó el botón superior de la camiseta, y Nicolás enrojeció como un tomate. Un cordón de cuero negro pendía de su cuello, y atado a él, había un saquito también de cuero negro. La chica extrajo este, y lo vació sobre su mano, mostrando tres esferas metálicas de un centímetro y medio de diámetro.
-- Son muy precisas –dijo ella, mirándolas en su palma abierta-. Con una de estas no hubiera fallado.
Nicolás cogió una de las canicas en su mano, y la notó cálida, pesada. La imaginó saliendo despedida veloz del tirachinas, y supuso que la chica tenía razón, pero por alguna razón, aquel le seguía pareciendo un juguete de niños.
Ella guardó de nuevo las esferas y abrochó el botón de su blusa. Nicolás se sintió mejor. No sabía qué había imaginado cuando ella lo había abierto. Una tontería, sin duda alguna, un pensamiento infundado que de pronto se le había colado sin querer... algo así, tal vez, como le había ocurrido a ella poco antes. Sólo que él lo había imaginado porque... porque quizá dentro de él había ahora alguien más, empujando al niño que siempre había sido fuera de su lugar.
No quería pensar en ello, y se alegró cuando la sucia y ajada prenda se cerró de nuevo sobre su piel blanca.
-- ¿Són las llaves de tu casa? –preguntó tras un rato de silencio, señalando el llavero.
Christine parecía hipnotizada, viendo balancearse la goma delante de sus ojos. Cuando escuchó la pregunta, bajó el tirachinas, y dirigió la mirada al horizonte, como si recordara el pasado. El sol casi se había puesto. El fulgor rojizo reflejaba en sus ojos dándole una tonalidad dorada.
-- Lo son –dijo en un murmullo, y tras una prolongada reflexión, añadió, casi con desdén-. La verdad es que no sé por qué las conservo.
-- No es malo querer volver a casa.
Ella lo miró por un momento, antes de regresar su mirada al sol poniente.
-- Pero yo no quiero volver –su voz fue casi inaudible, pero Nicolás dio un respingo.
-- ¿Qué no quieres volver? –preguntó-. ¿Por qué? –cuando no obtuvo respuesta, siguió-, después de todo, aquel es tu hogar. Tendrás a gente preocupados por...
-- ¡No quiero volver, y punto! –exclamó ella, levantándose de su asiento, y caminando unos pasos en dirección al árbol al que había apuntado hacía un momento. Sus ramas estaban en su mayoría muertas, a pesar de algún pequeño brote que había nacido del tronco principal.
Nicolás se levantó y dio unos tímidos pasos en dirección a ella. La chica no se volvió.
-- Quizá no tienes familia –probó en voz baja-. ¿Han muerto tus padres?
Christine alzó la cabeza al cielo, y resopló como si se riera de la idea. Seguidamente, partió de un tirón una rama seca, y comenzó a hacerla pedazos pequeños.
-- Como si lo estuvieran –dijo en voz baja-. ¿Y sabes qué?. Me alegro de estar en este desierto.
-- Es broma, ¿verdad? –preguntó él, con el corazón encogido, aunque sabía que no lo era.
-- ¡No, maldita sea!, no es una jodida broma. Y ahora déjame, ¿vale?
El chico creyó oír como intentaba decir algo más, pero no podía. Aunque no comprendía muy bien lo que pasaba, hizo lo que le pedía, y se volvió para comenzar a recoger leña por su propio lado.
Christine se quedó allí, descargando su furia en la madera, sintiendo como los ojos le escocían, otra vez, y sintiendo más furia hacia sí misma por ello. Era como si una parte de sí misma quisiera seguir para siempre sufriendo por lo mismo. Escuchaba al chico partiendo leña a cierta distancia, despacio. Hubiera deseado que no se volviera. Hubiera querido que se quedara allí, que se acercara, que la girara y que escuchase en silencio hasta que ella se hubiese cansado de insultarlo sin motivo y de gritarle que la dejase sola. Hubiera querido que a pesar de todo no se hubiese marchado, que la hubiese abrazado fuerte, y que la hubiese seguido apretando contra él hasta que su llanto hubiese cesado.
¡Pero qué mierda esperas!, se dijo, sorbiendo por la nariz la humedad que sentía, es sólo un níño... sólo un niño.
¿Y qué soy yo?, se preguntó un momento después, pero no logró encontrar ninguna respuesta.
En silencio se volvieron a encontrar junto a las piedras en las que habían estado sentados. El sol se había puesto del todo, y el frío comenzaba a hacerse sentir. Habían estado apilando leña varias veces, aunque no se habían cruzado ninguna de estas. Ahora tenían un montón más que suficiente para hacer frente a la temperatura hasta que el sol volviese a salir. Juntaron algunas ramas delgadas, y sobre estas hicieron un armazón de troncos más gruesos. Christine buscó entonces la caja de las cerillas y encendió una para aplicarla a la base. En breves segundos, las llamas estaban consumiendo la paja, y comenzaban a lamer ansiosas los troncos superiores. Las sombras retrocedieron unos metros, reticentes, como valerosos soldados que se negaran a abandonar el campo de batalla al enemigo.
Se sentaron junto a la lumbre. No tenían el fuego entre ellos, pero aún así los separaba aproximadamente un metro. Nicolás tenía sus ojos perdidos en las llamas. No había pronunciado palabra desde que ella se exaltara anteriormente, y Christine era consciente de que tenía que romper el silencio... de algún modo, diciendo cualquier cosa. De pronto no hizo falta que dijese nada. Su estómago, hastiado de beber agua, lanzó al silencio nocturno un prolongado gruñido que no se detuvo cuando ella se apretó el vientre.
-- Tengo hambre –dijo en voz baja, agradeciendo el brillo rojo de la fogata, que sin duda disimularía el explosivo rubor de su rostro.
El chico rió con un sonido musical.
-- Creo que yo también –convino, sujetándose su propio estómago, aunque ella no escuchó ningún gruñido.
Rieron juntos un momento, pero el silencio volvió al cabo, pastoso, y un poco incómodo.
-- De todos modos es más fácil sobrevivir al hambre –musitó Christine, y el chico asintió con la cabeza, sonriendo vagamente al fuego.
Ella sabía que estaba eludiendo la cuestión. De algún modo, más tarde o más temprano, acabarían hablando de lo que había pasado. No quería, pero al mismo tiempo necesitaba que llegara ese momento.
-- Nicolás –dijo, y él levantó sus ojos para mirarla-. ¿Cómo llegaste a este mundo?
-- Vi un árbol brillar –contestó sencillamente, cogiendo un largo palo de la pila de leña, y examinándolo lenta y detenidamente.
-- ¿Cómo dices? –el rostro de Christine reflejaba extrañeza. Nicolás casi la imaginó como un personaje de cómic, con un inmenso signo de interrogación dibujado sobre su cabeza.
-- Estaba de vacaciones de navidad –comenzó su historia, mientras removía con su palo las brasas, hasta hacer arder su extremo-. Yo insistí en salir de excursión al bosque. Estábamos paseando mis padres y yo –Nicolás sintió como la mención de sus padres despertaba recuerdos nostálgicos. Se dio cuenta de que apenas había pensado en ellos desde que comenzó a atravesar el desierto. La verdad es que apenas había pensado en nada que no fuera sobrevivir. Ahora lo hizo. Se preguntó qué habría seguido ocurriendo en su mundo. Habían pasado días. ¿Qué habían hecho sus padres durante todo ese tiempo?. Supuso que mucha gente había estado buscándolo por el bosque, no sólo donde él había desaparecido. Se extenderían por todas partes porque, por supuesto, allí no lo encontrarían. Quizá con un poco de suerte, alguien tocase el mismo tronco que él y desapareciera. Si eso ocurría, los científicos tendrían mucho de lo que hablar, pero también significaría que alguien más estaría en ese desierto buscándolo. Era una posibilidad. Muy vaga, pero una posibilidad a fin de cuentas. Repentinamente se rió con amargura al pensar que el antiguo año había acabado ya, y que en algún momento, mientras vagaban medio muertos por el desierto, había nacido mil novecientos noventiocho. Esas serían, sin duda, las Navidades más tristes que sus padres hubiesen pasado nunca. ¿Qué estarían haciendo ahora, mientras él se calentaba en aquel fuego?, ¿qué estaría pasando por sus cabezas?, ¿lo habrían dado por muerto?
Christine respetó sus cavilaciones, sin decir nada. Nicolás se fue dando cuenta de que había dejado la historia por la mitad. La continuó con la voz apagada.
-- Mientras caminábamos por el bosque, yo vi algo brillar. Me separé, y fui a ver qué era. Para eso tuve que entrar en una maraña de arbustos muy cerrados que no dejaban pasar la luz a su interior. Comprobé que era el tronco de un árbol el que brillaba –el chico extrajo el palo del fuego, y acercó a sus ojos la llama prendida a él. Luego lo volvió a dejar caer y golpeó suavemente las ascuas. Una lluvia de chispas se levantaron en la noche, como pequeños fuegos artificiales-. Aquel tronco brillaba como si su superficie fuera de nácar, como esas conchas que a veces te encuentras en la playa, y que cuando les da el sol brillan con los colores del arco iris.
-- Nunca he visto el mar –murmuró ella, notando como su tono tomaba una cualidad nostálgica que no había pretendido.
-- Cuando toqué aquella madera, me sentí mal, mareado. Me pareció que me dejaban caer desde un cuarto piso. Salí corriendo de allí, pero fuera del arbusto ya no estaba el bosque –Nicolás guardó silencio un momento recordando aquel instante, y toda la maraña de pensamientos que lo había inundado en aquellos primeros minutos. Había sido... tan... confuso. Pensó que si alguna vez tuviera que describir lo que había sentido entonces, sería incapaz de hacerlo-. Supongo que eso es todo –finalizó-. Encontré algunos árboles muertos. A mi alrededor sólo había arena, así que empecé a caminar.
Terminada la historia, el chico se levantó para coger una nueva carga de troncos partidos, que distribuyó lentamente sobre las llamas. Las pocas ocasiones en que habían ido de acampada sus padres, su hermano y él, jamás había podido hacerse cargo del fuego. Era como si no lo encontraran preparado para hacerlo, o temieran que se le ocurriese sentarse sobre las llamas, o cualquier otra tontería peligrosa de niños. Un extraño pensamiento, demasiado maduro quizá, cruzó por su mente para ofrecerle la respuesta tan largamente buscada a esta cuestión. No era nada de esto. Era sólo que ellos habían olvidado cuando tenían trece años. No recordaban que con esa edad, e incluso antes, un niño ya no es tan niño.
Recuperó su lugar junto al fuego, que ahora iluminaba más espacio. Las llamas bailaban sobre el rostro de Christine, confiriéndole una apariencia fantasmagórica.
-- El árbol –murmuró.
-- ¿También tú lo viste?.
Ella asintió. Dejó que sus pensamientos se ordenaran antes de comenzar a hablar.
-- Vivo cerca de un bosque –dijo, y enseguida rectificó-. Vivía en una casa, cerca del bosque, pero también cerca de una ciudad. Podía ir todos los días al colegio en un trayecto de media hora en coche. Los fines de semana, a veces me iba de acampada con la tienda de campaña, algunas cosas en la mochila, el saco de dormir...
-- ¿Tú sola? –la interrumpió el chico con asombro. Enseguida temió haberla enfadado al haber cortado su historia. Ella no pareció darse cuenta, o puede que no le importase. Sus ojos estaban clavados en las llamas.
-- Yo sola –afirmó-. No necesitaba a nadie más. Me gustaba pasar tiempo en el bosque, quizá... –dudó unos segundos antes de continuar. Nicolás temió que se arrepintiera de haber empezado su historia-. Quizá porque odiaba estar en casa –continuó al cabo-. Odiaba estar entre aquellas paredes, a pesar de los lujos, a pesar de... a pesar de todo... El último día del año no tenía ganas de pasarlo allí –Nicolás frunció el ceño sin darse cuenta-. Cogí las cosas y me fui al bosque. Me adentré en la zona más profunda, donde nadie pudiera encontrarme, y allí monté la tienda de campaña. Di algunas vueltas, exploré un poco, y cuando fue a anochecer, decidí no usar la tienda.
-- ¿Qué...? –comenzó el chico. Ella lo detuvo con un gesto. Sonrió un poco.
-- No puedo explicar por qué decidí eso. Fue una mezcla de rabia, de rebeldía... y de algo más. La tienda... me la habían regalado mis padres. No tenía ganas de dormir en ella. La había utilizado decenas de veces, pero fue esa noche cuando decidí dejarla de lado. Cogí el saco de dormir y la cantimplora y, como había comido, lo que sobró lo guardé dentro de la tienda, para protegerlo de animales nocturnos. Yo por mi parte, me alejé unos cuantos metros, hasta encontrar un lugar que me gustó. Había un árbol alto y frondoso. Recuerdo que no reconocí haber visto antes otro igual, a pesar de todas las veces que había dormido en el bosque. También recuerdo que en ese momento no me importó lo más mínimo. Mis pensamientos estaban ocupados en otras cosas. Sus ramas podían protegerme del rocío de madrugada, y bajo él se estaba bien. Con eso bastaba. Me sentía una criatura de la noche –su rostro se iluminó mientras hablaba-. No lo puedo explicar muy bien, era como darte cuenta de pronto de que sigues viva. No sabía que hora era. Había dejado el reloj en mi cuarto, pero me parecía que faltaba muy poco para que en el resto del mundo todos estuvieran celebrando el año nuevo. Yo, sin embargo, estaba en la naturaleza, entre plantas y animales... seres a los que no les importaba qué día era, y qué hacían los demás en ese día. Me sentí bien, como si no necesitara formar parte de su sociedad. Me quedé dormida al pie de aquel árbol. Lo último que recuerdo de aquella noche es que mi cabeza reposaba junto a sus raíces, y que mi mano se quedó apoyada allí. Cuando desperté... bueno, supongo que el resto de la historia es igual que el tuyo. Me encontré en medio de ninguna parte, sólo con lo que había traído. Gracias a Dios, la cantimplora había estado conmigo esa noche.
-- Eso nos ha salvado la vida a los dos –afirmó Nicolás-. Pero hay algo que no acabo de comprender. Dices que eso ocurrió el último día del año –ella asintió-. ¿Cuánto tiempo caminaste desde que llegaste hasta encontrarme?
Christine se encogió de hombros.
-- No puedo decirlo con seguridad –contestó-. Los soles no corren a la misma velocidad que en nuestro mundo y la...
-- Pero una idea aproximada –pidió el chico, impaciente.
-- No sé... por lo menos tres o cuatro días.
-- ¿Cómo mínimo? –ella asintió, y el rostro de Nicolás se ensombreció.
-- ¿Qué ocurre?
-- No me encaja –sentenció el chico con expresión grave-. Yo llegué aquí la víspera de Navidad y tú una semana más tarde, así que supongo que yo llevaba caminando por el desierto una semana cuando llegaste tú. Y tardaste unos cuatro días más hasta encontrarme. Eso es un mínimo de diez días sin beber agua. No creo que nadie hubiera podido resistir tanto tiempo. No en estas condiciones –reflexionó un poco más, y acabó añadiendo en voz baja-, ni en ninguna otra.
Christine asintió. Nicolás tenía razón, pero no encontraba el fallo en el razonamiento. En el mejor de los casos, y con toda seguridad, entre Navidad y Año Nuevo habían pasado siete días. Ya eso era demasiado, inaceptable. Sin agua y en condiciones de calor extremas un niño no hubiera podido sobrevivir más de tres, cuatro... como mucho cinco días. Nicolás había demostrado estar hecho de otra materia... pero incluso así.
-- Quizá no solo se viaja en el espacio –propuso él-. A lo mejor también nos hemos movido en el tiempo.
-- ¿Te refieres a que, aunque hayamos partido en fechas distintas, hayamos llegado aquí a la vez?
-- Supongo –Nicolás se encogió de hombros-. Bueno, qué más da.
Ella lo miró con asombro.
-- ¿Qué quiere decir “qué más da”? –preguntó notando como un asomo de rabia aparecía en su tono. Lo aplastó con el pié antes de que se adueñara de su voz.
-- Bueno, no creo que logremos saber la verdad aquí –contestó, apoyando su cabeza sobre las rodillas, que tenía pegadas al cuerpo-. Además, creo que en un mundo donde se viaja tocando árboles y donde las serpientes salen de la arena, el que el tiempo tampoco sea fijo, no es gran cosa.
Christine se rió del razonamiento.
-- Tienes algo de razón –dijo-. Pero me extraña lo poco que te interesa encontrar explicaciones. Es como si lo aceptases sin titubeos. “Es así, porque en este mundo todo es distinto”. No me parece la mejor forma de afrontar lo desconocido.
-- Estamos en blanco –se defendió el chico-. No podemos saber por qué ocurren las cosas. Las piedras no hablan.
La chica sintió como, a su pesar, empezaba a perder la paciencia. Intentó olvidarse del tema. Él tenía razón; un poco, al menos, pero por su naturaleza, ella no podía aceptarlo sin más y tenderse a dormir. Nicolás había descubierto algo peculiar. Algo muy peculiar, y justo después de decirlo, sus siguientes palabras eran para quitarle importancia. Puede que él se quedase tranquilo, pero a ella le crispaba los nervios el que las cosas sucediesen sin explicación. Y le crispaba que a los demás eso no les pareciese importante.
Guardó silencio, por no provocar una discusión sobre un tema que no hubiera tenido nada que ver con el original. Si hubiese hablado habría sido para acusar a Nicolás de conformista. Lo hubiera impelido a que diera más importancia a esas cosas, y posiblemente hubiese perdido los nervios mientras hablaba.
Por eso hubo silencio hasta que el propio Nicolás lo rompió, y sus palabras hicieron olvidar a la chica todo lo que había estado pensando.
-- Grande –murmuró él, aún con su cabeza apoyada, y sus ojos perdidos en el fulgor rojizo de las ascuas-, azul. Da algo de miedo la primera vez que lo ves. Tanta agua junta... Tú estás en la arena, y miras hacia delante, pero no hay nada hasta el horizonte. Se parece un poco al desierto cuando el viento mueve las nubes de arena de un lugar a otro... y también es distinto. El mar brilla. Refleja el sol en millares de puntitos luminosos, como si fuera un diamante siempre moviéndose. Cuando es de noche, y hay luna llena, parece que el agua se transformase en plata –levantó la mirada para dirigirla a ella-. Es muy bonito. Deberías verlo en cuanto tengas oportunidad.
Ella no dijo nada. Nicolás la miró fijamente, pero no lograba, aunque lo intentaba, distinguir sus rasgos. Había estado mirando al fuego demasiado tiempo, y este había dejado manchas luminosas en su retina.
-- ¿Christine? –murmuró.
Ella se levantó despacio, en silencio, y se situó al otro lado del fuego. Allí se sentó en la arena.
-- Tengo sueño –dijo, y el chico le notó la voz quebrada, como si un profundo cansancio apenas la dejara hablar-. Creo que voy a dormir un poco.
Nicolás calló un momento antes de desearle buenas noches tímidamente. Ella ya no contestó. Sólo se tendió, de espaldas al fuego y a él. Permaneció mirándola largo rato, pensando qué era lo que había dicho equivocadamente. La miró hasta que su respiración se hizo regular, y hasta que el fuego se hubo casi apagado. Echó una nueva carga de leña sobre las cenizas de las anteriores, y se acostó en su propio lado de la fogata. Cuando se quedó dormido, mucho más tarde, no sabía aún si había cometido algún error.
---------------------
Nicolás despertó de un agradable sueño en el que su madre había estado cocinando para él. Ella había estado allí, preparando toda clase de exquisitos manjares, primero carne, luego tortilla de patatas, más tarde espaguetis, y finalmente, unos suculentos filetes de pescado. Salió del sueño, sin haber podido probar nada, aún con el agradable olor del pescado friéndose en la sartén. ¡Lo que hubiera dado por atrapar algo de todo aquello!. Sin embargo Rosa no había dejado de repetir, con su sonrisa prendida en los labios, que esperase para que no se le quitase el apetito. Luego almorzarían todos juntos. Nicolás había tratado de explicarle. Le había dicho que hacía una semana que no comía, y que había estado caminando por el desierto. Que, por favor, le dejase comer algo antes de almorzar. Su estómago, para darle la razón, no había parado de gruñir todo el tiempo, pero su madre había hecho oídos sordos a los ruidos, y a las explicaciones del chico, sin dejar de repetir que esperase un poco. En unos minutos todo estaría listo y entonces...
Y entonces, ¡maldición!, despertó.
Se levantó frotándose los ojos, oyendo el río a su lado, y aún con el maravilloso olor de su sueño prendido en su nariz.
-- ¡Vaya, ya te has despertado! –dijo una voz jovial a sus espaldas-. Estupendo. El sol ha salido hace ya horas. Pensabas que te quedarías aquí para hibernar.
Nicolás se volvió para dar los buenos días a la chica, y los ojos casi se le salieron de sus órbitas.
Ella estaba allí, con una sonrisa cálida y luminosa, con las mangas de su blusa recogidas hasta el codo, junto a otro fuego que había encendido a unos metros de donde ellos habían estado durmiendo esa noche, y en ese fuego... ¡Oh, Dios, oh, Cielo Santo, oh, todos los espíritus bienhechores que habitaban el mundo... cualquier mundo!... En aquel fuego se estaban asando varios peces, prendidos de varillas verdes de madera. No pudo apartar los ojos, desmesuradamente abiertos, de allí, por temor a que un simple parpadeo acabara con el espejismo.
-- Pensé que tendrías hambre –continuó ella, invitándolo con un gesto a que se acercara al fuego-. He estado preparando el desayuno, pero no he comido nada aún. Te estaba esperando.
Aquello no era real. ¡Dios!, no podía ser real. Nicolás estaba seguro de seguir soñando. Sencillamente había pasado de un sueño bonito a otro maravilloso. No podía ser cierto.
Su boca se deshacía en líquidos. Sueño o no, se lanzó hacia delante, y Christine le tendió uno de los pescados que ya estaban cocinados, envueltos en varias hojas de los escasos árboles vivos por los alrededores. El chico casi había empezado a devorarlo, pero hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para esperar unos segundos más.
-- ¿No has comido nada aún? –preguntó, con el bocado a un palmo de su boca.
Ella negó, sonriendo aún, y cogió otro de los peces, asimismo envuelto en hojas verdes.
-- Es de mala educación empezar a comer sin esperar al resto de la familia –explicó-, y perdidos en este desierto, creo que las circunstancias nos hacen ser algo así como familia.
-- ¿Me has estado esperando para comer? –inquirió Nic, aturdido.
-- Si –asintió Christine, acercando el pescado a sus labios. Se disponía a dar el primer mordisco, pero antes añadió-, aunque si no te hubieses despertado tú solo, en unos dos o tres minutos más te hubieses despertado nadando en medio del río.
Nicolás se echó a reír, mientras ella empezaba a comer. Fueron tan explícitos sus gestos de deleite, que las risas se cortaron, como si en su pecho se hubiese cerrado el grifo del buen humor, y se lanzó también a por el manjar. Este no estaba ni mucho menos en su punto, ni tenía sal, ni el sabor de las especias... pero el chico pronto se descubrió haciendo las mismas muecas que ella, como si los dioses hubieran bajado algo de su ambrosía para que ellos dos la degustaran.
De algún modo, y aunque ellos hubieran afirmado que podrían comerse una vaca entera, empezando por el rabo y terminando por los cuernos, sus estómagos estuvieron llenos mucho antes de lo que esperaban. Apenas fueron capaces de acabar esa primera tanda, y mucho menos los otros pescados que aún se asaban lentamente al fuego. Cuando apartaron los restos, satisfechos, y se sentaron a la sombra de uno de los árboles, disfrutando de un placer tan simple como era comer, beber, y ocultarse del sol ardiente, Nicolás pasó a otro tema que había pospuesto hasta estar seguro de que no soñaba.
-- ¿Christine? –dijo en voz baja.
-- Me imagino lo que me vas a preguntar –contestó ella, con una risa clara como el agua del río. Nicolás no recordaba haberla visto jamás, desde que la conocía, tan... abierta, tan real.
-- ¿Y bien?
-- Quieres saber cómo es que tu estómago está ahora lleno, cuando hace unos momentos estaba vacío.
-- Eso es. No vi ninguna caña de pescar entre los objetos que dejaste ayer en la arena.
La chica volvió a reír.
-- Hay otras formas de pescar. Creo que no ves suficientes documentales. Apuesto a que sólo veías en la televisión los dibujos animados y las películas de acción.
Nicolás pareció turbado, pero no se lo tomó a mal. Christine no había perdido su sonrisa.
-- No tiene nada de malo –se defendió-. Y para que lo sepas, también veo las noticias, y los documentales.
-- Ya.
-- Bueno, algunos.
-- Está bien. Entonces sabrás como se pescaba antes de que se inventase la caña.
-- Creo que ese me lo perdí.
Ella señaló hacia la orilla del río, a unos cuatro metros de ellos, donde un largo palo descansaba junto al agua. Era completamente recto, salvo uno de sus extremos, donde se ramificaba repetidas veces. Cada una de estas terminaciones había sido cortada, afilada, y tallada como una punta de flecha. Al clavarse quedaba enganchado, y no había peligro de que la presa escapase.
-- ¡Tachan! –exclamó.
-- ¡Vaya! –exclamó Nicolás a su vez, levantándose, tomando el instrumento y volviendo para sentarse junto a ella-. ¿Lo has hecho esta mañana?
Christine asintió, resplandeciente su rostro.
-- Vi algunos peces ayer en el agua, y pensé que con la suficiente paciencia...
-- Eres increible –el chico admiraba la cuidadosa talla que constituía la madeja de anzuelos. Ciertamente, un golpe rápido y bien dirigido en el agua, y el pez estaba en la cesta-. Creo que si te conocieran, acabarías con la fama de Mac Guiver.
-- Sin duda alguna, Pequeño Saltamontes –contestó ella, simulando la voz del viejo maestro de la serie Kung Fu.
Ambos rieron durante un buen rato.
-- Estamos salvados –dijo al cabo Nicolás-. De este modo tenemos comida y agua asegurada. Podríamos pasar todo el tiempo que quisiéramos aquí.
Christine intentó decir algo demasiado deprisa, y se atragantó. Cuando tosió unas cuantas veces, volvió a empezar.
-- Hay más sorpresas esta mañana.
Nicolás la miró con renovado respeto, aunque bromeó:
-- ¿También has tenido tiempo de hacer un aeroplano?
-- Tú lo has dicho. Uno de dos plazas –afirmó ella seriamente, pero sin desprenderse de esa maravillosa sonrisa suya.
-- ¡Vamos!. ¿Qué es?
-- Te lo acabo de decir. ¿No me crees? –Nicolás la miró como un bobo, pero no dijo nada-. Ven, te lo mostraré.
Ella se levantó, y comenzó a caminar hacia el fuego. El chico, a pesar de ser consciente de la imposibilidad de lo que ella decía, y quizá por su inocencia infantil, no pudo evitar lanzar una detenida mirada a los alrededores. Por supuesto, allí no había ningún tipo de aeronave, ni de dos plazas, ni de una, ni de ninguna.
-- ¿Vienes? –insistió Christine desde más allá de las cenizas del fuego nocturno. Por primera vez desde que despertase esa mañana, si se exceptuaba el tiempo que estuvo comiendo, Nicolás la vio adoptando una expresión seria. Él corrió hasta situarse a su lado.
-- ¿Qué es? –volvió a preguntar. Esta vez la respuesta fue más concisa.
-- Lo encontré mientras buscaba un lugar poco profundo para pescar –dijo ella, mientras seguía avanzando por entre los árboles, algunos de ellos muy próximos entre sí-. Hasta ahora no hemos tenido ninguna prueba de que por este desierto haya caminado jamás algún otro ser vivo.
-- Sí. Ha sido toda una casualidad el que nos hayamos encontrado.
-- No empieces a decir ese tipo de cosas –le conminó ella-. Tienes razón. Ha sido algo más que una casualidad, pero lo siguiente que dirás es que no tiene importancia, y que no merece la pena intentar averiguar por qué ocurrió.
El chico se encogió de hombros.
-- Es que...
-- ¡Vale, de acuerdo! –lo interrumpió ella, intentando recuperar su expresión jovial. Le resultó más difícil, pero aún había mucho de auténtico en ella-. Volviendo al tema. He encontrado una prueba irrefutable de que alguna vez por aquí se han movido seres vivos. Es más, nos han dejado un gran regalo.
Habían caminado a lo largo de la orilla hasta casi el límite del pequeño “bosque”, si se le podía llamar así, en el que se encontraban, cuando Nicolás, atento tan sólo a las palabras de Christine, reparó ahora en algo que le había pasado desapercibido.
Al principio sólo era otra roca más junto a la rivera, contra la que la corriente chocaba creando blanca espuma. Enseguida, sin embargo, reparó en la extraña forma geométrica de la roca en cuestión, tan plana y alargada como un bloque de roca caliza.
Un segundo más tarde ya no podía ignorar los longitudinales surcos que separaban un tronco de otro, ni las cuerdas con que estaban unidos. Nicolás apresuró el paso, y un segundo después se lanzó a la carrera hacia delante. Christine lo siguió, renovando en los gestos del chico la misma emoción que ella había sentido unas horas antes cuando había encontrado la balsa.
-- Debe de llevar varada aquí bastante tiempo –dijo mientras Nicolás la observaba desde todos los puntos de vista, incluso entrando en la corriente del río para ver el lado que quedaba sumergido bajo las aguas-, o a lo mejor se soltó de sus amarres río arriba y ha venido a encallar aquí.
Nicolás cesó en su examen para mirar a la chica con ojos brillantes.
-- Entonces significa que podríamos encontrar a más gente si vamos hacia el nacimiento.
Christine sacudió la cabeza, sin compartir el entusiasmo del chico.
-- Es posible –convino-, pero por el desgaste de las cuerdas, creo que esta balsa lleva hecha mucho tiempo. Puede que si seguimos río arriba no encontremos nada... o algún cadáver olvidado.
La expresión de Nicolás se ensombreció, pero no tardó en volver a centrarse en el descubrimiento.
-- Podemos viajar sobre ella río abajo entonces, ¿no?. Nos ahorraría muchos kilómetros a pie.
-- Es lo que había pensado –convino con una sonrisa la chica, mientras se adentraba en el agua para ver con más detalle como habían resistido las cuerdas que unían unos troncos a otros-. No nos resultará demasiado difícil ponerla a flote, y seguro que adelantamos mucho camino. Lo único que necesitamos es algo con lo que hacerla maniobrar.
-- ¿Unos remos?
Christine negó despacio.
-- Sería estupendo tenerlos, pero no podemos tallarlos sólo con un cuchillo. Tardaríamos demasiado tiempo. Estaba pensando mejor en un par de pértigas.
-- Como las de las góndolas.
-- Hay muchos troncos rectos por aquí, y la corriente no es muy rápida. Creo que con eso bastaría para gobernar la balsa.
Abandonaron momentáneamente el lugar, y durante un rato se dedicaron a la tarea de fabricar los improvisados medios de guía. No tardaron mucho tiempo antes de conseguir tres nudosas y gruesas ramas secas que cumplirían con su cometido a la perfección.
Cogieron y cargaron sobre la precaria embarcación sus escasas pertenencias, sin olvidar el resto de los pescados que habían cocinado y el arpón de pesca.
Christine suspiró cuando todo estuvo listo, sintiendo en los latidos de su corazón la emoción de empezar algo nuevo. Buscó confirmación en la mirada de Nicolás, y cuando este asintió enérgicamente con la cabeza, empujaron al unísono.
El primer segundo no lograron ningún progreso, y cuando comenzaban a pensar que se habían excedido en su optimismo, la arena se quejó y liberó su débil presa con un prolongado susurro. La plataforma se hundió por un lado en la corriente, pero no tardó en reaparecer, flotando victoriosa sobre las aguas, girando sobre sí misma despacio, como con pereza, mientras empezaba a alejarse río abajo.
Christine y Nicolás no perdieron un segundo en encaramarse a los maderos, y disfrutaron de los primeros minutos de travesía, mientras el bosque de árboles moribundos iba quedando poco a poco atrás.
Así comenzó la travesía. En un principio, aquellos seis metros cuadrados les parecieron muy estrechos, aunque enseguida se habituaron al espacio. La comida, las pértigas, y cualquier cosa importante fue colocada en el centro de la plataforma, donde la posibilidad de salir despedida con alguna oscilación era más remota. Ellos estaban situados a un lado y otro de ese pequeño almacén común, sentados, ya que les era muy difícil mantener el equilibrio de rodillas, y mucho menos de pie. Permanecieron callados, absortos en el viaje. La balsa era un medio fabuloso para avanzar a buen paso, sin cansarse, y sin alejarse de una fuente inagotable de agua (y con suerte, también de alimentos). Por otro lado, un río en el desierto debía ser un bien de lo más preciado. Sin duda, y esto estaba en la mente de los dos, no tardarían en encontrar a alguien, algún poblado, pueblo, ciudad... cualquier muestra de civilización... si es que en aquel lugar perdido había vida.
De momento, no se habían atrevido a ponerlo en duda, a pesar de la colosal distancia que llevaban caminada. Había desiertos grandes en su mundo de origen. ¿Cuán grande era este?
Nicolás se quitó los zapatos, y se sentó en la proa de la balsa (proa en ese momento, ya que como él mismo había supuesto que ocurriría, la embarcación no permanecía siempre en la misma posición en el río). Sus pies se refrescaron con las aguas, dejando pequeños surcos que el frente de troncos devoraba inmediatamente.
-- Creo que es estupendo poder navegar –dijo mirando hacia delante-. Además, el fondo no está demasiado profundo. Sobrará la mitad de la pértiga.
-- Por el momento –afirmó ella, sin adivinarse sus pensamientos por el tono de su voz.
Nicolás pensó durante un buen rato antes de decidirse a hacer una pregunta.
-- Christine, ¿tenías amigos en nuestro mundo?
-- ¿Por qué preguntas eso? –su tono se volvió áspero-. Claro que los tenía.
-- Es que... bueno. No los habías mencionado, y... por la historia que contaste anoche, pensé que eras una persona... en fin, solitaria.
-- Creo que todos pueden ser como les dé la gana, ¿no?
Su tono se iba volviendo gélido, y el chico perdió en un solo momento sus deseos de hacer preguntas.
-- Si, supongo.
Nadie dijo nada durante un buen rato. Al fin, Christine tomó la palabra, pero su voz no había subido grados de temperatura.
-- Era solitaria, en parte porque quería, y en parte porque se me obligaba.
-- ¿Te...?
-- ¡Me obligaban las circunstancias! –continuó ella, cortando la frase de Nicolás-. Nadie que viva en una casa a media hora de la civilización suele tener demasiadas visitas, y menos si tienes que ser llevada y recogida por tus padres, ¿no crees?
-- ¿Por qué vivías allí? –inquirió tímidamente.
-- ¡Vaya tontería de pregunta!. Pues porque mis padres vivían allí... al menos de palabra. En realidad mi padre no estaba nunca.
-- Y... –Nicolás se disponía a hacer alguna pregunta relacionada con su familia, pero ella lo interrumpió de nuevo al principio de su frase.
-- ¿Y tú? –preguntó-. ¿Tenías amigos?
-- Claro –contestó, tras un breve silencio-. Yo vivía en la ciudad. A veces venían ellos a casa, y otras veces iba yo a las suyas. Vivíamos bastante cerca.
-- Supongo que eran buenos amigos –dijo con un repentino tono reflexivo.
-- ¡Claro! –los defendió Nicolás, volviéndose sobre su hombro para mirarla por un momento. Ella estaba sentada en un lateral, con las piernas cruzadas, dejando que su mano abriera surcos en el agua. Su mirada estaba perdida en los destellos dorados de la superficia, y no pareció darse cuenta de que Nicolás la observaba-. Me gustaba jugar con ellos, y nos divertíamos mucho.
-- Me refería a... Bueno, olvídalo.
Y el chico olvidó este punto de la conversación. Tenía una idea de lo que ella había querido decir, pero no lograba comprender del todo la pregunta. Suponía que ella se había referido a si eran realmente “buenos” amigos. Y según su entendimiento, un amigo no podía ser “mal” amigo. En aquel momento él creía, convencido que una persona era amiga, o no lo era, y que ser amigo de otra persona incluía todo... Quizá porque aún no había dependido de un amigo para algo importante, si se exceptuaba a Christine en el desierto, y ella había estado ahí para salvarle la vida.
-- Te cuesta hablar mucho de tu vida –se atrevió a decir Nicolás, dirigiendo de nuevo su mirada hacia delante, y sabiendo que esta afirmación podía costarle una lluvia de reproches malhumorados-. Supongo que no has tenido muchas cosas buenas, pero si quieres contármelas, creo que soy tu amigo.
Hubo un corto silencio. De pronto, algo gélido corrió por la espalda del chico, haciéndolo dar un salto que casi acaba con él en el agua. Se dio cuenta de que no eran más que algunas salpicaduras frías en el mismo momento que escuchaba la risa de la chica. “Igual de musical que esta mañana”, pensó alegre.
-- ¡Claro que eres mi amigo, tonto! –dijo ella, mientras continuaba salpicándolo de agua-. El único bueno que tengo, creo, y si sigues dándome la tabarra, tendré que acabar contándotelo, pero no ahora. ¿Entendido?
-- Claro, jefa –dijo el chico, llenando el cuenco de sus manos de agua, y duchando con ella la cara de Christine.
-- Pero esto... esto es la guerra –exclamó escandalizada, y redobló sus esfuerzos por mojar al chico. Este adoptó una postura más cómoda para defenderse, ¡y se defendió!
Unos minutos más tarde estaban completamente chorreando, y riendo a mandíbula batiente. Christine extendió una mano hacia el centro de la plataforma, y cogió algo pequeño, e igualmente mojado de allí. Era la caja de cerillas. Se miraron el uno al otro preocupados, sólo por un momento y nuevamente se echaron a reír, sin poder evitarlo, ante lo cómico de la situación.
Ninguno de los dos reparó en que las ropas de Christine habían vuelto a quedar pegadas a su cuerpo. Cansados por el juego, se tendieron, cada uno en su lado de la balsa.
-- ¿Y si nos quedamos dormidos? –preguntó Nicolás, y a la frase siguió un largo bostezo.
-- Duerme tú si quieres –contestó ella-. Yo no dormiré, y aunque lo hiciera, la corriente es muy suave. No hay peligro de que ocurra nada.
Nicolás se relajó, y en poco tiempo se quedó dormido. Fue vagamente consciente de que el sueño profundo de la noche anterior apenas había bastado para librarlo de todo el cansancio atrasado que tenía. El vaivén suave de la embarcación era como una mecedora, y la mente acabó escurriéndose por las grietas del sueño.
Christine se quedó mirando al cielo durante un buen rato. El sol de la noche, apenas había iniciado su largo recorrido que acabaría en ocaso bastante tiempo después. El sol del día estaba en su punto más alto, y su calor hacía evaporar rápidamente el agua que empapaba las ropas de ambos. Las cerillas, extendidas sobre la madera, no tardarían en volver a quedar secas. De no haber sido por la presencia del río, habrían sufrido el mismo calor insoportable que los había acompañado en todo momento a través del desierto.
Ahora, sin embargo, era distinto. No quería hacerse ilusiones, pero en algún lugar había leído que el río era la fuente de la vida... o algo parecido. Por lógica, mientras surcaran su superficie, no les faltaría sustento, y avanzarían poco a poco hacia algún lugar. El “donde” no importaba de momento. Todos los ríos acababan antes o después desembocando en otro río, o en el mar.
A su pesar vio como, contrariamente a sus palabras, el sueño tampoco le era ajeno. Ese endiablado cabeceo de la plataforma acababa adormeciendo a cualquiera. Luchó durante largos minutos contra la sensación, en parte por orgullo, y en parte porque tenía una responsabilidad, después de lo que había dicho a Nicolás. En cualquier caso, todo el que se haya enfrentado alguna vez con el sueño mientras realiza alguna tarea monótona, como viajar, sabe que esa batalla casi siempre está perdida de antemano.
Quizá para tener un motivo; alguna excusa, Christine alzó su cabeza para mirar hacia delante. En el horizonte, el río seguía fluyendo como un eterno hilo, extendido sobre una irregular tela de color tostado.
Cerró los ojos, satisfecha con ese último examen. Por el momento no había peligro, y se quedó dormida pensando en esto.
El despertar no fue tan dulce, ni tan apacible. En sus sueños, alguien la había atado a un caballo loco, y lo había lanzado al galope por un terreno pedregoso y lleno de agujeros. Después de rebotar contra la silla durante un periodo de tiempo que pareció hacerse eterno, alguien la cogió y la abrazó con manos duras, hirientes. Una mano le golpeó en su estómago, quitándole el resuello. La otra se apoyó en su pecho izquierdo, produciéndole un dolor agudo. En ese momento en que abrió los ojos, sólo deseaba saber quién había osado hacer semejante gesto, y descargar toda su furia contra él.
Al mirar por primera vez a su alrededor, se dio cuenta de muchas cosas al mismo tiempo. Lo primero es que quien había “osado”, era Nicolás, de rodillas junto a ella, encendido como la luz roja de un semáforo, pero a pesar de ello, sin quitarle sus manos de encima. Lo segundo, es que aquel caballo loco seguía galopando. Lo tercero, que su pierna izquierda estaba mojada, y más concretamente, hundida en el agua.
-- Lo siento –murmuró el chico, atropelladamente, y apartando su mano izquierda como si hubiera estado posada sobre una serpiente venenosa. Con la derecha la ayudó a incorporarse.
Christine, aturdida aún, olvidó por un instante lo que había pensado al despertar. El río se había transformado sustancialmente. Su cauce se había ensanchado, y al mismo tiempo había perdido profundidad. Por otro lado, las aguas habían acelerado su paso, y en algunos lugares formaban crestas de espuma sobre los rápidos y pequeños remolinos. Nada peligroso si uno estaba despierto, sin duda.
La chica sacó su pierna del agua.
-- ¿Qué ha pasado? –preguntó.
-- Siento haber tenido que... yo... tú... –trató de decir Nicolás. En otras circunstancias su turbado balbuceo habría quedado gracioso-. Casi te caes al agua.
-- Creo que me quedé dormida –dijo aún confusa, mientras recuperaba el aliento, con una mano apretándose bajo las costillas.
-- Yo... lo siento. De verdad...
-- ¡Olvídalo ya, Nicolás! –exclamó en voz baja-. Pareces un... –se interrumpió abruptamente.
-- Un niño, supongo –terminó él, sin saber si sentirse humillado por el insulto o por la situación.
-- Me has librado de una peligrosa ducha fría –dijo Christine, tras dudar un poco-. ¿Me vas a pedir perdón por eso?
-- No pedía...
-- Ya lo sé –interrumpió de nuevo ella, tratando de esbozar una sonrisa comprensiva-. Somos amigos, ¿no?
La balsa dio un salto, al pasar sobre uno de los desniveles del río, y casi perdieron el equilibrio. Se acercaron más al centro de la plataforma.
-- ¿De verdad no te ha importado? –preguntó sin mirarla a los ojos.
-- Te digo que me has salvado. No me ha importado por esta vez, pero tendrás que buscar tus manos muy lejos si vuelves a repetirlo. Digamos que tendrás que quitárselas de la boca al león de la MGM.
Nicolás rió nervioso, y ella le dio un puñetazo en el hombro.
-- Además –continuó-. Fui yo la que dijo que se quedaría despierta para vigilar. Es culpa mía el haber estado a punto de despertar en remojo. ¿Llevabas mucho tiempo despierto?
Nicolás negó con la cabeza, mientras fruncía el ceño, recordando.
-- No –dijo-. Y fue raro. Tenía un sueño agradable. No recuerdo todos los detalles, pero creo que estaba en algún parque de atracciones, con mis... con mi familia. De pronto algo ocurrió. No sé qué. Esa parte no la puedo recordar, como... como una pieza que alguien ha quitado de un puzzle. Algo cambió... El sueño se volvió una pesadilla, y desperté sobresaltado. Fue por un pelo, Christine. Ni me dio tiempo a limpiarme el sudor de la frente. Cuando estaba levantando el brazo para hacerlo, te vi rodando sobre tu espalda, poniéndote de lado, e introduciendo una pierna en el agua. Salté justo a tiempo para... para sujetarte. De verdad. No pude elegir...
-- Repítelo otra vez –desafió Christine alzando su puño-, y el siguiente golpe dejará tu nariz dos tallas más pequeña. Ya sé que eres un chico decente, maldita sea. No hace falta que me lo restriegues por la cara.
De pronto, sus ojos se enfocaron en algún lugar mucho más alejado. Sus labios se ensancharon en una sonrisa, y bajó el puño para, con las dos manos, girar suavemente el rostro de Nicolás en esa dirección.
-- Por fin algo nuevo –dijo la chica.
El horizonte había dejado de ser liso, para ondularse en una serie de formaciones montañosas, más o menos altas. El río se dirigía en aquella dirección, pero no era esta la única prueba de que el paisaje estaba cambiando. Aunque las montañas estaban aún lejos, a su alrededor las dunas se habían ido haciendo más dispersas, y también más altas. Por otro lado, las orillas aparecían cada vez mas sembradas de grandes rocas, e incluso algún monolito natural surgía de las arenas hasta un par de metros de altura, como un dedo acusador. En suma, parecía que debajo de todas las toneladas de arena, y cada vez más a flor de superficie, el lecho de roca maciza venía mostrándose aquí y allá.
-- Si que hemos avanzado –afirmó el chico.
-- El sol del día está casi poniéndose. Cuando me quedé dormida estaba en el punto más alto.
-- Varias horas –sentenció Nicolás, y ella asintió-. Pero no sé si me siento mejor o más cansado.
Christine se dio cuenta de que le sucedía lo mismo. Había dormido, sí, y sin embargo no había descansado nada. Se sentía agotada, y como si pudiera quedarse dormida de nuevo. Bostezó.
-- De ningún modo dormiremos navegando –afirmó cuando pudo-. Si pensamos que el sueño nos va a vencer, empujaremos la balsa a la orilla, y lo haremos sobre la arena.
Nicolás se mostró de acuerdo. Tras este comentario, guardaron silencio durante un tiempo impreciso, cada cual volcado en sus reflexiones internas. Las montañas se fueron acercando, y el río se hizo a la vez más estrecho y más rápido, al tiempo que las orillas ganaban pendiente y perdían toda su arena para quedar en la roca pelada. Los rápidos y remolinos se hicieron más frecuentes.
De pronto, Nicolás retomó la conversación, como si no hubiera pasado más de un par de segundos, aunque su tono mostraba una evidente inquietud.
-- No sabemos si seremos capaces de detener la balsa –afirmó clavando sus ojos en los de la chica.
Christine dirigió su mirada al río como si lo hiciera por primera vez, y su ceño se frunció al no gustarle lo que vio.
-- La corriente se ha hecho muy rápida –dijo poniéndose a gatas y tomando una de las pértigas-. Y además, las orillas están demasiado inclinadas como para que la balsa embarranque con facilidad. Será mejor que paremos ahora que aún podemos y decidamos qué hacer.
Como si el destino se riera de su propuesta, la plataforma pasó sobre una roca poco profunda, y toda la estructura saltó hacia arriba, como si estuviera suspendida sobre un trampolín muy poderoso. El agua se precipitó hacia arriba cuando los troncos tomaron de nuevo contacto con el río. Nicolás quedó tumbado de espaldas, y Christine, que se sostenía en una postura precaria, rodó de lado y estuvo a punto de caer a la corriente. La pértiga que sostenía se le soltó de la mano y resbaló hasta caer por la borda.
Tras soltar una maldición, volvió a ponerse a gatas y tomó una de las dos que quedaban, mientras se apartaba el pelo mojado de la cara con un gesto furioso. Dio un rápido vistazo hacia delante para asegurarse de que no hubiera ninguna otra sorpresa inmediata, aunque la superficie del río estaba ahora tan surcada de pequeñas crestas espumosas que resultaba muy difícil saber a cuanta profundidad se ocultaban las rocas de su fondo.
-- Coge el otro palo –exclamó con voz autoritaria, y en ese momento también se dio cuenta de que el rumor del agua se había transformado paulatinamente en un grave bramido que se sobreponía a sus propias palabras-. Vamos a parar esto ahora mismo.
Nicolás no necesitó oírlo dos veces. Hizo lo que se le decía y, al igual que la chica, comenzó a hundir la pértiga en el agua. Los dos primeros intentos no logró tocar fondo. Avanzaban a más velocidad de la que había supuesto, y la fuerza del agua arrastraba hacia atrás al palo. En la tercera ocasión lo introdujo contracorriente.
Cuando el extremo de su bastón tocó fondo, una violenta sacudida se comunicó desde sus muñecas hasta sus hombros, arrancando brutalmente la madera de sus manos. Perdió el equilibrio, y cayó de espaldas con un brazo y la cabeza sumergidas en las salvajes aguas. Reptó asustado hacia delante, temiendo que una nueva sacudida sorpresa lo arrojara por el borde de la balsa. El Corazón le palpitaba furiosamente en el pecho cuando se consideró lo bastante a salvo para mirar a Christine.
Al otro lado de la plataforma, la chica compartía sus dificultades. Seguía sujetando su pértiga, pero fracasaba a cada momento en el intento de impulsar la balsa hacia la orilla. Cada vez que el extremo tocaba fondo una sacudida recorría todo su cuerpo y la madera parecía querer escapársele de entre las manos. Nicolás se sintió culpable por haber perdido su pértiga tan pronto, pero era evidente que la chica estaba haciendo titánicos esfuerzos en vano.
Tras un par de infructuosos intentos, Christine aferró la madera con ambas manos, y la lanzó al agua con un grito de pura rabia.
Nicolás abrió los ojos desorbitadamente.
-- ¿Qué haces? –exclamó por encima del ruido del río.
-- ¡Es inútil! –gritó ella, con el rostro desencajado, y dirigió su brazo hacia la orilla-. Hemos perdido la oportunidad.
En realidad hablar de orillas era ya impropio, ya que la fuerte inclinación había dado paso a paredes verticales, primero de escasa altura, y mientras Christine apretaba sus puños con una mezcla de rabia y miedo, se transformaron en un auténtico desfiladero.
Nicolás abrió la boca para decir algo, pero en ese momento la plataforma pasó sobre los brazos de un remolino y giró media vuelta sobre sí misma. Ambos fueron lanzados al suelo de la balsa de nuevo.
Al menos estaban vivos. A cada momento, sentían como escollos que no asomaban a la superficie golpeaban la parte inferior de los troncos haciendo peligrar a la precaria embarcación. La chica había visto la cuerda por encima, y a pesar de que no había llegado a ver la parte de debajo de la embarcación, era previsible que estuviera aún más desgastada que las que pisaban sus propios pies. Cada vez que chocaban, su corazón bombeaba unas cuantas veces en estallidos. “Ya está”, decía su mente, “ahora sí que se ha partido”. Pero no era así... al menos hasta casi el final.
Los rápidos se fueron haciendo más abruptos, y los desniveles más pronunciados Nicolás se cogía desesperado a las cuerdas desgastadas para no caer a las aguas embravecidas. Christine no pudo luchar mucho tiempo más que él. La embarcación se movió sin control por el cañón, chocando con las pareces y todos los obstáculos que aparecían delante de ella. El ruido se había vuelto ensordecedor. En uno de los choques más violentos, algo golpeó justo bajo el punto al que se agarraba desesperado Nicolás. El chico saltó literalmente por el aire, y cayó en el borde de la balsa, con medio cuerpo fuera de esta. En el lugar del impacto, tres extremos de los troncos se habían partido, y las cuerdas se habían soltado. Poco a poco, otros troncos se iban desgajando del conjunto, para flotar libres en aquel caos.
Nicolás chilló, agarrándose con dedos como garfios a aquel precario asidero. Christine soltó una mano para auxiliar al chico, y este la tomó de la muñeca apretando como un diablo. Ella sintió que le hacía daño de este modo, y a pesar de eso, al mismo tiempo era consciente de que se le escapaba, centímetro a centímetro, gritando. Gritando siempre.
Sus voces eran sofocadas por el rugido salvaje del río.
Sin poderlo evitar, Christine notó como el chico se soltaba de ella, para desaparecer bajo las aguas. Justo en ese momento, en que comenzaba también ella a gritar, notó que un ruido aún más ensordecedor arrancaba ecos atronadores de las paredes del desfiladero. Cuando se giró a mirar hacia delante, sólo tuvo tiempo de cogerse a una de aquellas cuerdas sueltas, antes de que la balsa, ella, los troncos, y posiblemente también Nicolás, se precipitaran por el borde de una cascada al tranquilo lago que los esperaba abajo. Tras un vuelo que se le antojó eterno, las aguas se cerraron sobre ella, trayendo el olvido.
Guerreros del Ocaso is licensed under a
Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España License.
-------
No hay comentarios:
Publicar un comentario