jueves, 29 de noviembre de 2007

Guerreros del Ocaso - Cap 04



CAPITULO 4

CHRISTINE.


Cuando Nicolás despertó no supo en un primer momento donde se encontraba. Estaba a la sombra, y aunque el suelo era duro, podía haber pensado que todos sus recuerdos no eran más que parte de alguna horrenda pesadilla, si no hubiera sido por el intenso dolor de sus labios y su garganta. Los ojos le dolían, pero pudo abrirlos para mirar a su alrededor.

-- Por fin –dijo una dulce voz femenina a su derecha-. Creía que te ibas... que... que no te pondrías bien.

Nicolás dirigió su mirada hacia ella. Era una muchacha joven de unos quince años aproximadamente, o quizá dieciséis. Tenía el pelo rubio cortado a la altura de su cuello, y sus ojos, de un color miel con vetas azules, lo miraban con atención. Su piel era pálida, o debía haberlo sido, porque en ese momento estaba enrojecida y quemada. En algún lugar de su frente y en su pómulo izquierdo, habían salido pequeñas heridas producto también de una prolongada exposición al sol del desierto. Sus labios estaban resecos y agrietados, pero desde luego, no tanto como los del chico.

Este intentó decir algo, pero el mover los labios le produjo una punzada de dolor. Sintió como alguna herida se le abría.

-- Shhh –le dijo ella, acercándose alarmada-. No digas nada. Ya habrá tiempo de hablar. No soy enfermera ni nada parecido, pero no creo que te convenga gastar energías inútilmente. Supongo que querrás saber quien soy. Puedes llamarme Christine. Bueno –dijo girando la cabeza como si pidiera disculpas-, en realidad no es mi verdadero nombre. Mis padres me pusieron Cristina, pero no me gustaba, así que yo misma decidí que este era mejor.

Nicolás escuchó su parrafada en silencio. Supuso que aunque hubiera podido mover los labios, le hubiera sido difícil intercalar alguna palabra. La chica parecía nerviosa, y algo asustada, y tras sus últimas palabras calló abruptamente. El chico tenía mucha más curiosidad. Deseaba saber otras cosas sobre ella, sobre todo una pregunta que le rondaba por la mente como un perro vagabundo alrededor de una carnicería. ¿Había ella nacido en su mundo, o en este?. Cristina, o Christine, como ella optaba por llamarse, eran nombres de su mundo, pero a tales alturas, esa no era una certeza absoluta.

De todos modos, no se encontraba con fuerzas para manifestar su curiosidad. Apenas tenía energías, y estos pensamientos resultaban agotadores. Sentía que poco a poco volvía a sumirse en el sueño. Ella seguía mirándole atentamente. Alargó la mano a algún punto fuera de la vista del chico, y sacó una cantimplora de plástico. La acercó a los labios de Nicolás y derramó unas gotas.

-- Bebe un poco –dijo-. Aún estás deshidratado.

Nicolás hizo un esfuerzo por incorporar su cabeza. Apenas consiguió situarse en una posición más cómoda para beber. Tomó un sorbo, y supo que su estómago no admitiría mucho más. Hizo un gesto para que apartase la cantimplora, y volvió a dejarse caer sobre la arena.

-- Quisiera saber tu nombre –dijo ella-. Pero supongo que eso tendrá que esperar un poco –Nicolás se estaba quedando dormido. Sólo escuchaba sus palabras muy vagamente-. He visto –la chica dudó un poco antes de continuar-. He visto que tienes algo de pan y unas magdalenas guardadas. ¿Te importaría...? -se mordió el labio-, ¿te importaría compartir un poco conmigo?

Nicolás hizo un leve gesto afirmativo, indicándole que cogiera. Trató de sonreír, pero la mueca se tornó un rictus de dolor. Christine murmuró un agradecimiento y cogió uno de los bollitos que el chico guardaba. Seguidamente lo comenzó a devorar con avidez mientras él se quedaba de nuevo dormido. En un momento había terminado con el pan, y contuvo su ansia de apoderarse de algo más. Tenía hambre, mucha, pero ya sabía que podría hacerles falta para más adelante... a los dos.

No era enfermera, le había dicho al chico, pero no hacía falta serlo para saber que lo único que le pasaba era que el calor lo había deshidratado. No sabía cuanto, pero confiaba que con un poco de suerte, tras un sueño reparador estaría en disposición de seguir avanzando, al menos a paso lento. Por desgracia, ella misma no estaba en una posición mucho mejor. Tomó la cantimplora lentamente para sopesarla, aunque ya lo había hecho varias veces en las últimas horas. Luego mojó sus labios con un corto trago. Si no estaba equivocada, apenas quedaría poco más de medio litro en el recipiente. Demasiado poco para atravesar un desierto dos personas. Una parte de ella aún le gritaba que abandonara a aquel niño, que no era su problema hacer de ángel de la guarda.

La otra parte de ella había optado por ignorar estas voces. Cuando lo había encontrado unas horas antes, tirado en la arena, su primer pensamiento había sido de euforia; una inmensa alegría de encontrar a otro ser vivo en medio de aquella desolación. Este pensamiento había sido inmediatamente sustituido por el miedo a que ya estuviese muerto. Sólo cuando comprobó que seguía con vida, comenzó su lado egoísta a sembrar dudas, a exponer lo que ocurriría si compartía su agua. ¿Qué ocurriría si a pesar de todo no se recuperaba?, y si lo hacía, de todos modos se vería obligada a avanzar al paso de un niño. Posiblemente atenderlo equivaldría a condenarse ambos.

Estos pensamientos habían tenido mucho peso en su interior. Tanto que había seguido caminando unos metros antes de darse la vuelta y contemplarlo de nuevo, medio enterrado en la arena, y sus cabellos meciéndose al viento. Se imaginó el mismo lugar días más tarde, con el cuerpo en la misma posición, y los cabellos asimismo mecidos por el implacable viento del desierto, pero con la piel cuarteada, cubierta de las ampollas de la putrefacción, y los labios agrietados, estirados dejando asomar los dientes. Volvió sobre sus pasos para inclinarse sobre él. Sabía de donde habían salido esos pensamientos. Estaban muy enterrados en su interior, y no era fácil desembarazares de ellos. Pero no era culpa suya. ¡Claro que no era culpa suya!

Sólo que sí lo era... cuando menos en parte. Sus padres podían haber cometido muchos errores, y podían ser responsables de casi todos los aspectos negativos de su personalidad. Pero se engañaría a sí misma si no admitiera que era demasiado fácil dejarse llevar con esta excusa. Demasiado sencillo ser egoísta solo porque ellos lo fueron con ella. En sus manos quedaba luchar, y ser diferente, aunque demasiado a menudo esto le requería un esfuerzo exacerbado... y siempre la hacía más vulnerable.

“Pero esta vez no es tu orgullo el expuesto, sino tu vida”

-- ¡Oh, maldita sea! –exclamó en voz baja para sí, intentando desechar de una vez por todas estas macabras cavilaciones.

Atrapó de sus vaqueros las migajas que se habían caído, y las comió sin que escapase ninguna. Luego se acercó al chico y le acarició levemente los cabellos, con una breve sonrisa. Quizá estaba condenada a morir en aquel lugar. Quizá lo estaban los dos, pero al menos esta batalla contra sí misma la había ganado... y como premio, tenía algo consistente en el estómago.

Su sonrisa se fue lentamente esfumando al tiempo que el fuerte viento arreciaba, moviendo nubes de arena sobre ellos. Entornó los ojos para protegerlos, y miró a su alrededor. Estaban a la sombra de una gran roca, que afortunadamente los protegía también de la principal vertiente del temporal. En torno a ellos había grandes dunas, formando como una cordillera alrededor del valle que ella había elegido para defender al chico de los elementos. Se levantó, y buscó una duna especialmente alta. Luego comenzó a caminar hacia ella. Dejó antes la cantimplora en el suelo, por si el paciente se levantaba con sed.

“Otra pequeña victoria”.

El viento arreciaba por momentos, pero cuando hubo subido allá arriba, la arena ya no se le introducía en los ojos. Miró a los cuatro puntos cardinales, infructuosamente. Sabía la dirección en la que ella había venido. Fijándose en el sol más luminoso, y suponiendo que salía por el este y se ponía por el oeste (algo de lo que no estaba segura), ella había venido desde el norte. Ignoraba de qué dirección había venido el muchacho, pero incluso suponiendo que él lo supiera, les quedaba un ángulo de más de ciento ochenta grados por abarcar. Demasiados caminos, demasiadas posibilidades, sabiendo que seguramente se estaban jugando la vida en la elección. ¿Dónde estaba la salida?, ¿dónde estaba la civilización?.

Christine se sentó allí escrutando el horizonte. Nada salía de lo normal hasta donde abarcaba la vista. Ni una construcción, ni un río, ni un árbol. Ni siquiera una montaña, una roca grande... Sólo arena, y más arena. Se preguntaba exasperada cómo iban a saber en qué dirección ir; cómo iban a afrontar tal decisión.

>> “Sigue adelante, rica”, le habría dicho su madre, “y ya veremos qué pasa”.

La chica rodeó sus piernas con los brazos, y apoyó su rostro en las rodillas, pensando. Pensando por qué le había tocado a ella acabar en ese mundo, por qué en ese desierto. ¿Por qué?. Se hacía demasiado a menudo esa pregunta. Muchas veces había soñado con abandonar su casa; ese simulacro de hogar donde ya no anidaba un sólo sentimiento cálido. Muchas veces había hecho una maleta para huir de allí. Habría bastado con salir por la puerta. Nada de saltar por la ventana. No iban a ser sus progenitores quienes la iban a detener. En realidad, ellos casi nunca estaban ya allí. Sólo hubiera tenido que esperar a que el servicio de la casa se despistara un poco, quizá ni siquiera eso, y el mundo se hubiera extendido ante ella. El mundo, que quizá, sólo quizá, pudiese ofrecerle aquello que no había encontrado a sus espaldas. Una solitaria lágrima brotó de su ojo derecho, mientras su mirada contemplaba todo el vasto mundo que ahora se extendía ante ella, y se preguntaba cómo había podido suceder. El viento cálido la secó antes de que llegara al pómulo.


La tempestad no aumentó, lo cual fue de agradecer, ya que no hubieran estado preparados para hacerle frente. De hecho, cuando el sol mayor se dirigía hacia el horizonte, el viento había amainado hasta una suave brisa. Christine no sabía cuanto tiempo había pasado allí, pero el astro había recorrido un buen trozo de su órbita cuando se puso en pié para regresar. Fue entonces cuando ocurrió. Había puesto un pie en la ladera de la duna, para dejarse resbalar hasta la base, cuando a su alrededor la arena pareció burbujear. Apartó ese pie rápidamente, pero el movimiento se estaba produciendo a todo su alrededor en un círculo de un metro de radio, incluso debajo de ella. Algo se movió bajo su punto de apoyo, y cayó sentada a la arena. En ese momento, una cabeza triangular cuya boca abierta presentaba dos largos colmillos surgió seguida de un largo cuello verdoso cubierto de escamas. Si la chica hubiera gritado antes de reaccionar, todo hubiera estado perdido, pero el grito vino justo después de haber lanzado su brazo derecho para detener la embestida. Fue un movimiento reflejo, mas le salvó la vida en ese momento. Cogió a la serpiente justo por debajo de la cabeza, que seguía con la boca abierta, y la lengua sacudiéndose a un lado y otro, como un pequeño látigo. Evitó de este modo su mordedura, aunque no pudo hacer nada contra el resto del cuerpo. Aquel monstruo continuó surgiendo de la arena durante unos segundos más, como si nunca acabase. Cuando el extremo asomó a la luz, Christine ya tenía el cuerpo del reptil sujetándole el brazo izquierdo. Poco después, se le enroscó en el hombro y en el cuello.

El aire dejó de llegarle a los pulmones, y ya no pudo seguir gritando. Rápidamente, pensó en las posibles soluciones. Tenía los dos brazos inutilizados; uno sujetando la mortífera cabeza, y el otro casi completamente inmóvil. En su bolsillo tenía un machete pequeño en su funda. Si pudiera alcanzarlo...

Rodó sobre el suelo hasta que el brazo izquierdo quedó en una posición más cómoda, para poder buscar en el bolsillo. Pugnó por encontrar el arma, a pesar de ser casi imposible. Apenas tenía movilidad en el codo, y la presión de los pulmones comenzaba a ser insoportable. Por un momento casi prefirió soltar la cabeza para apartarse el cuerpo de la serpiente de su garganta. No lo hizo, pero sabía que si tardaba unos segundos más lo haría... o no podría seguir sujetándola con fuerza.
Su mano logró encontrar el camino. Allí estaba el duro mango del machete; su salvación. Trató de extraerlo...

Y se le escapó. Fue vagamente consciente de que salía del bolsillo y resbalaba de sus dedos hasta caer por la pendiente de la duna fuera de su alcance. En sus ojos cerrados comenzaron a aparecer manchas de colores que danzaban para ella. Su mano derecha empezó a perder fuerza. La cabeza se le escapaba. El animal redoblaba sus esfuerzos por librarse de su agarre, y casi lo conseguía. Christine rodó un poco en la dirección en que había caído el arma. No veía nada. Sus ojos se habían transformado en una avalancha de puntos de colores. Palpó desesperadamente con el limitado movimiento que le quedaba a su brazo izquierdo. Perdió la resistencia que le quedaba, y fue consciente de que con un fuerte tirón, el animal liberaba su cabeza. Ya daba igual. Un segundo más tarde, la presa de su cuello se aflojaba un poco, sin duda para poder dar impulso a la mordedura.

En ese momento sólo pensó que había llegado el final.

Pero no fue así. Algo húmedo salpicó su rostro, y la presa de su cuello se soltó aún más. El paso de aire quedó de nuevo abierto, y los pulmones ardientes lucharon endiabladamente por inspirar el salvador elemento. Tosió, volvió a inspirar, y se dobló sobre si misma en un prolongado ataque de toses y nauseas. Sintió una mano en su hombro, y supo que era el chico. El niño. Él la había salvado.

Tan pronto como pudo, abrió los ojos, aún mareada, y lo vio probando una esforzada sonrisa, que sin duda competía con intensos dolores. En su mano tenía una navaja ensangrentada, muy antigua, con empuñadura de madera. La chica se desprendió del cuerpo que aún tenía sujetándole el brazo izquierdo, y pudo ver que la cabeza había sido limpiamente cortada. Cuando el cuerpo quedó extendido en el suelo calculó a ojo que debería medir al menos dos metros. Posiblemente más.

-- Gracias –murmuró.

El chico la miró y dijo algo ronco e incomprensible mientras le señalaba la cara.

-- ¿Qué? –preguntó.

Nicolás sacudió la cabeza y garraspeó. Cuando habló, su voz era ronca, pero comprensible.

-- Sangre...

Ella llevó la mano a su rostro, y la retiró manchada de rojo.

-- No importa –dijo, limpiándose con la manga de su blusa.

El chico le tendió la cantimplora y Christine bebió un pequeño sorbo. Le había entrado arena en la boca durante la lucha. Tenía la garganta dolorida, y parcialmente cerrada.

-- Gracias –dijo el chico con dificultad-. Me has... –tosió-. Me has salvado la vida.

Christine le tendió la cantimplora de vuelta.

-- Bebe un poco –dijo-. Te has quedado sin reservas andando por el desierto.

Él tomó la cantimplora, pero negó con la cabeza, sacudiendo el envase del agua.

-- No hay mucha –dijo en un susurro ronco.

La chica lo miró con una expresión incalificable.

-- ¿No quieres beber?

-- ¿Me... me tomas el pelo? –contestó el chico, haciendo amago de vaciar la cantimplora de un trago-. Estoy tan seco como... –tosió y sacudió la cabeza-. Creo que me has dedicado ya demasiada agua.

Ella asintió lentamente, y recuperó la cantimplora. No le dijo que una cuarta parte del agua se la había bebido él mientras estaba inconsciente. De todos modos, lo miró con asombro, y un poco de admiración. No hacía muchas horas que había despertado por primera vez de la muerte. Era un simple niño, pero ya le había devuelto el favor de salvarle la vida, y ahora rechazaba el agua, aunque debía sentir su garganta como papel de lija.

-- ¿Cómo te llamas? –preguntó.

-- Nicolás –fue la respuesta ronca. Pareció dudando un momento, y al final se decidió a formular una pregunta-. Christine, ¿de donde eres?

-- Supongo que preguntas si nací en este mundo –Nicolás asintió, y ella negó con la cabeza, despacio-. No. No soy de aquí, y por tu pregunta deduzco que tú tampoco. ¿Me cuentas cómo has llegado hasta aquí?

Nicolás lo pensó un momento. Era una historia muy larga. Había muchas cosas que narrar, y a decir verdad, no se encontraba con fuerzas para afrontar un relato así. En ese momento, y a juzgar por el dolor, pensaba que nunca podría. Se lo explicó en pocas palabras.

-- Lo entiendo –contestó Christine con una sonrisa, al tiempo que hacía un gesto con la mano quitándole importancia-. Supongo que tendremos bastante tiempo para contar historias. Pero dime, al menos, algo. ¿Qué dirección seguías cuando caminabas?

El chico miró un momento a su alrededor. No era mucho lo que recordaba antes de perder el conocimiento, y por añadido, en aquel maldito desierto todas las dunas parecían iguales. Tras un exhaustivo examen, creyó identificar una parte que le había resultado especialmente dura; un grupo de dunas, cada una de las cuales había sido más alta que la precedente. Incluso con sus ojos doloridos y casi cegados, y su mente embotada, recordaba haber cruzado por allí. Así se lo dijo a ella.

-- Entonces, supongo que si tú venías de esa dirección, y yo de esa otra –y señaló a la derecha de la ruta que había seguido el chico-, nos queda esa parte por visitar.

“Como si fueran unos grandes supermercados”, pensó Nic, pero no dijo nada. Sólo trató de sonreír con dificultad.

-- ¿Nos ponemos en marcha? –preguntó ella. Nicolás asintió lentamente. De pronto se sentía muy cansado, como cuando había tenido que dar aquel primer paso para adentrarse en el desierto. Sólo que desde entonces había sufrido mucho. Por un momento consideró la posibilidad de quedarse sentado un rato más.

Christine, ajena a estos pensamientos, comenzó a arrastrar los pies hacia delante. Nicolás reconoció que no le quedaba otra opción que seguir. En el cielo, sólo brillaba el sol más apagado. El otro estaba a punto de asomar por el horizonte, como lo revelaba el acusado resplandor por el ¿este?. Como el chico había comprobado a lo largo de algún tiempo, los dos astros seguían órbitas completamente distintas, y además, de algún modo que no llegaba a concebir, el sol más brillante parecía ponerse y salir dos veces por cada vez que lo hacía el otro, que además seguía una ruta muy elíptica, de tal modo que casi no se podía hablar de puesta de sol. Realmente, su punto más alto apenas se elevaba de la línea del horizonte, y aún cuando se ocultaba, su resplandor seguía bañando el desierto de un ocaso que jamás llegaba a noche (eso suponiendo que el otro sol, el brillante, estuviera oculto). En cualquier caso, en estos escasos momentos, la temperatura parecía caer en picado. Nicolás suponía que debía alcanzar unos diez u once grados, difíciles de capear con una sola camisa. Afortunadamente el sol menos brillante, al cual el chico comenzaba a llamar sencillamente Luna, no se hacía esperar demasiado.

Avanzaron juntos durante bastante tiempo, la mayor parte de este en silencio, no sólo porque estaban cansados para hablar, sino también porque las gargantas resecas se resentían al pronunciar inclusos las más breves frases. Tomaban un sorbo de agua de vez en cuando. Intentaban hacerlo sólo por la mañana, aunque a veces la sed era demasiado acuciante, y debían tomar raciones extras. Llamaban mañana a cuando el sol más luminoso asomaba por el horizonte, y a propuesta de Christine, tomaron este punto por el este, distribuyendo el resto de los puntos cardinales a sus respectivas posiciones. Según esto, avanzaban aproximadamente hacia el sudeste. Christine no salía de su asombro ante la fortaleza del chico. Este le había dicho que tenía trece años. Afirmaba orgulloso que le faltaban pocos meses para cumplir los catorce, pero eran trece, a fin de cuentas. Desde que habían comenzado a caminar juntos, no le había pedido agua ni una sola vez. Sólo la aceptaba cuando ella se la ofrecía, y no abusaba. ¿De donde había salido ese tipo estoico?, ¿y de dónde sacaba sus fuerzas?

La chica agradecía este comportamiento, que le hacía a ella mucho más fácil dominar su lado oscuro. Imaginaba como habrían sido las cosas si él hubiera estado continuamente diciendo que estaba cansado, recordándole a ella su propio cansancio, o si le hubiera pedido agua a todas horas, o si de cada trago hubiera vaciado una porción importante de su cantimplora. En suma, todos esos comportamientos que no son en absoluto ajenos a los niños que no han alcanzado aún cierta madurez. ¿Qué hubiera hecho ella entonces?. ¿Cómo hubiera actuado?. Estaban en un gran apuro, y ella tendía a perder los nervios y decir cosas de las que luego se arrepentía. Quizá por eso guardaba silencio, no sólo por su garganta y su lengua rasposas, sino también porque temía echarle en cara el doble gasto de agua del que era culpable. No podía alejar estos pensamientos de su cabeza. ¡Diablos, no podía!. A veces hubiera bastado un simple gemido de su compañero para que dijera algo así. Las arenas del desierto, la inmensa extensión ante sus ojos, y el nivel del agua, siempre menguante, eran demasiado para ella. Su mente estaba inundada de pensamientos tumultuosos, de odio hacia el chico, de contrariedad, de odio hacia ella misma, por pensar estas cosas, de odio hacia sus padres... hacia su padre, siempre simulando lo bonito, ocultando el fondo, siempre haciendo aparecer flores de la nada. Flores de papel, secas, sin olor, falsas... como su corazón. ¿Cuántas veces hubiera sido mucho mejor una simple margarita?. Pero él jamás le había dado nada auténtico. Parecía que esas cosas le repelieran, como el agua pura a un vampiro. La mente de Christine era a veces un océano embravecido cuyas olas la golpeasen continuamente. En otras ocasiones, este mar se calmaba, y lograba reflexionar otros asuntos. El pensamiento que más giraba dentro de ella era precisamente qué pasaría por la cabeza de su silencioso acompañante. ¿En qué pensaba él?. ¿Le costaba trabajo a él también compartir su comida?. Si así era, no lo había demostrado en ninguna ocasión... claro, que tampoco ella dejaba que sus pensamientos se reflejaran en su expresión.

Sólo que la chica estaba segura de estar equivocada. El siempre sonreía cuando le tendía un trozo del escaso y endurecido pan. En un par de ocasiones, estas sonrisas le habían hecho sangrar los labios. Ella también sonreía cuando le dejaba beber de la cantimplora, pero su gesto era apagado... vacío.

Si hubiera sabido en qué pensaba Nicolás mientras caminaban, le hubiera sido difícil de entender, quizá imposible...

Nada.

La respuesta era nada. Su mente era una gran pantalla en blanco, en la que no estuvieran proyectando ninguna película en ese momento. Al dar los primeros pasos, era consciente del dolor de sus pulmones, del de su garganta y del de sus labios, así como de que mientras habían estado descansando, el agua de la cantimplora había bajado un par de milímetros más, y que apenas quedaban unas cortezas tan duras como una piedra y a las que, si se fijaban un poco, quizá le pudieran ver alguna pequeña mancha verdosa de moho. Todo esto pasaba por su mente en los primeros pasos. Tras unos minutos, sólo tenía sentidos para el dolor de su garganta cada vez que el aire ardiente bajaba por ella hasta los pulmones, y luego volvía a subir hacia el exterior. Poco después, su mirada se volvía a perder en sus pies; en las huellas que dejaban en la arena, una vez, y otra. Le hubiera sido imposible explicar qué había allí que lo fascinase tanto. Hubiera dicho que nada, pero sus ojos se perdían en el movimiento. Primero el izquierdo. Huella. Después el derecho. Huella. Otra vez el izquierdo. Huella...

Mientras miraba su propio avanzar, el dolor parecía olvidarse en un rincón polvoriento de su propio cerebro, sólo para reaparecer cuando se detenían a descansar. Entonces volvía gritando, Eh, me has estado ignorando. Espera, que ya estoy aquí de nuevo. Pero entonces la podía mirar a ella, a su lado, tan seria, tan valiente. No se quejaba, a pesar de que debía sufrir tanto como él. Una parte de su corazón se estaba enamorando un poquito de ella, pero ya sabía que era sólo el hecho de que estaban juntos en un lugar perdido, que ella era algunos años mayor que él, y que su valor parecía darle fuerzas a él mismo. Ya le había ocurrido algo parecido una vez antes. Cuando había tenido dos años menos, se había enamorado de una de sus maestras. Ella era mucho mayor que él, pero también era fuerte, sabía lo que hacía, y lo que quería... todo eso que a él le faltaba entonces. Su cabeza se había llenado de ilusiones, pero él mismo se había quitado todo aquello de encima. De algún modo, en algún momento, en algún lugar, había comprendido lo que pasaba. Ella era de un mundo, y él de otro. Ella le atraía, pero había un abismo entre ellos. Cuando comprendió todo esto, ella le pareció más humana. No hubiera podido definirlo de otro modo. Era como si algún filtro maravilloso se hubiera desprendido de sus ojos, y aunque siguió admirándola, ocupó de nuevo su lugar en el mundo de los niños de once años.

Ahora le ocurría algo parecido, y aunque la diferencia de edad era muy poca, podía reconocer ese sentimiento, como una enfermedad contra la que ya se hubiera vacunado. Ella era muy hermosa, debajo de la suciedad, la piel escamosa y las quemaduras, con su piel pálida, sus hermosos ojos y su cabello dorado, pero no creía que le atrajera por eso. Nicolás estaba convencido de que era porque ella le había salvado la vida, porque compartía la vida líquida que ocultaba en su cantimplora con él, porque lo acompañaba por la basta soledad del desierto, como un ángel que acompañara a un muerto en su vagar hasta el más allá. Nada de esto era substancial. El amor agradecido era algo que desaparecía muy pronto... si uno quería.

En aquel momento sin embargo, Nicolás no lo deseaba. Ella era su fuerza, y necesitaba esa fuerza si quería seguir con vida.

Todo esto lo había meditado el chico mientras descansaban, una de tantas veces. En aquel momento, se había sentido muy viejo. Con trece años, pero con una claridad de pensamientos que nunca había poseído. Había leído en alguna parte que el desierto cambiaba a las personas. Se preguntaba si era eso lo que le ocurría.

Los días se fueron sucediendo como un lento, pero imparable péndulo que oscilase invisible sobre sus cabezas. El pan se acabó en muy poco tiempo, y quizá fue mejor así, porque pronto hubieran debido tirarlo. El agua sin embargo, fue sabiamente economizada. No sabían la suma entera de los días que llevaban vagando por el desierto, pero juntos habían recorrido ya casi dos semanas. En cualquier caso era difícil saber si esta cifra era verdadera o no. Juzgaban un día por el recorrido del sol más brillante, pero ignoraban cuanto duraban sus ciclos. Según el tiempo de su propio mundo, podían haber estado avanzando sólo unos días, o quizá un mes.

El agua se agotaba, y con ella, el coraje que les quedaba. Junto a cada sorbo ingerían una nueva dosis de miedo que se acumulaba al ya existente en el interior de ellos. Cada vez que recurrían a la cantimplora, no podían evitar una ansiosa mirada a un horizonte demasiado amplio, demasiado vacío de todo. No habían hallado ninguna vegetación; ni el más pequeño asomo de hierba. Nada que pudiera indicar que allí había habido vida alguna vez.

Habían agotado ya el último sorbo cuando, por fin, en el horizonte avistaron algo que rompió la monotonía de las vistas. Al principio no le dieron importancia. Ya en muchas ocasiones les había parecido ver a lo lejos algo que sobresalía de la arena, y que cuando se acercaban no resultaba ser más que un espejismo, un reflejo fantasma. Pero en esta ocasión, mientras se acercaban, la imagen en lugar de hacerse más difusa hasta desaparecer, fue tomando consistencia. Algo resaltaba realmente, aunque era difícil decir qué. Sólo podían ver una serie de puntos oscuros sobre el color uniforme del desierto.

A pesar de la vaguedad de la referencia, no pudieron evitar acelerar el paso con nuevas fuerzas. Minutos más tarde, esos puntos tomaron la apariencia de lejanos árboles, y poco después, un hilo de plata asomó detrás de ellos, siguiendo la línea del horizonte.

-- ¡Dios! –exclamó Nicolás, casi cayendo, al no prestar atención a donde pisaba-. ¿Crees que puede ser un río?

Christine tenía la mirada perdida a lo lejos, y una amplia sonrisa verdadera iluminándole el rostro.

-- Merece la pena creerlo –dijo, con voz pastosa, pero jovial.

Bebieron de la cantimplora, no sin antes enjuagarse los labios agrietados, doloridos y sangrantes a causa de la risa. Siguieron caminando en silencio hasta el río, aunque ninguno de los dos encontró tensa la falta de palabras.

Christine había logrado vencer a uno de sus fantasmas.



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