Laêe
Lo peor del dolor ha pasado ya. No puedo moverme, es cierto, pero qué más da si sabía hace tiempo que iba a morir. A mi alrededor todo es un desierto de hielo; una llanura blanca de singular y mortal belleza, donde muchos otros antes que yo encontraron su final. De nada sirven las pieles que me cubren, ni las magníficas botas de montaña, ni todo el equipo tan costoso que he ido reuniendo a lo largo de mi vida. Nada de eso puede arreglar ya mi pierna rota... ni mi resignación.
En cierto modo me alegro de no poder notar mi cuerpo. Al principio sentí como si miles de cuchillas de afeitar me abrieran la carne en pedazos. Poco a poco el dolor se fue volviendo más lejano, un mero recuerdo de alguna lesión pasada. Ahora me parece que pudiera flotar, dejando atrás los miembros muertos, el latir pulsante de mi hueso astillado, el sufrimiento pasado... y mi vida.
Es agradable olvidar todo eso, pensar que sólo fue un agujero negro, un vacío que quedó atrás... mi soledad. Pero estoy siendo injusto. Injusto con Laêe.
No siempre estuve solo. Ni lo estoy ahora. Con mis últimas fuerzas me he recostado sobre un montón de nieve, por el lado donde el glacial viento da de lleno. Quiero sentirte; sertirte hasta el final.
Siempre he amado el viento, la brisa el vendaval, acariciando mi cuerpo, mi rostro, mi cabello, envolviéndome en un traje de tacto singular, abrumándome con su suavidad. Ha sido el único amor verdadero que he tenido.
De joven, siempre deseé conocer el amor, una pareja, alguien que me acompañara, que me comprendiera, que compartiera conmigo alegrías y pesares, alguien que recorriera junto a mi el sendero de la vida. Recuerdo como envidiaba amargamente a cuantos me rodeaban, a cuantos conocían esas sensaciones, y como odiaba a quienes se burlaban de ellas.
Para mí lo era todo; un mero entretenimiento para los demás.
Un día me llegó el turno de sumarme al tren, demasiado tarde e inocente. Al fin supe qué había al otro lado, y sufrí desastrosamente sus consecuencias. El amor llegó a mis puertas, abiertas de par en par. Entró. Arrasó. Salió por detrás, llevándose todo lo que no había destrozado. Fue la primera vez que sentí frío, un glaciar alojado en mis entrañas al cual la tundra ártica jamás podría compararse.
Aquello ocurrió a los veintitrés años, hace catorce.
Es curioso. Estoy aquí, en la que será mi tumba, luchando por resistir el dolor que me produce inhalar cada bocanada de aire, y haciendo precisamente lo que se supone que debería hacer.
Recuerdo toda mi vida.
Desde entonces me cerré a todo. Apenas tuve amigos... y un solo amor: Laêe. Siempre supe que existía. Detrás de las caricias había unas manos, y detrás de los besos, unos labios; un rostro. Sólo tenía que ponerle un nombre para que fuera mía. Laêe, la diosa de los cuatro vientos.
Puede que no fuera lo normal. ¿Y qué?. Siempre está ahí, con su fuerza sin límites cuando estoy alegre, con su suave consuelo si estoy triste. Es sincera, y jamás me ha hecho daño. ¿Qué más da si alguien pudo considerarme loco alguna vez?
Escucha con atención cuando le hablo, y me serena con su murmullo. Ella me habla a través de las hojas de los árboles, a través de la hierba, a través de las piedras... Cuando estoy con ella me siento fuerte, acompañado, y seguro de que no volveré a estar solo nunca más. Me prometió que jamás me dejaría... y no lo ha hecho. Ni tan siquiera ahora.
Aunque estoy perdiendo la sensibilidad en el rostro, aún siento mis cabellos alborotados. Aún puedo oír su voz. La oiré hasta el final.
Hace años le rogué que se mostrara, que me dejara contemplar su belleza de diosa, aunque sólo fuera por una vez. Por supuesto no ocurrió nada. Y aunque no pude culparla tampoco logré comprenderla. Aquel tiempo me sentí frustrado por no poder corresponder. Ella me hablaba, me acariciaba, me rodeaba con sus brazos, me besaba... y yo no podía hacer nada. Todos mis sentimientos se agolpaban en mi interior, sin salida. Quería verla, acariciarla, tocarla, y besarla en su forma humana. Quería demostrarle a mi manera todo lo que sentía...
Pero no pude.
Al menos he tenido su compañía toda mi vida, desde que me cubría con el terciopelo de los sueños en mi cuna, hasta ahora, tantos años después, cuando mi vida se agota en silencio, como la cera de una vela. Es quien ha estado siempre conmigo, aunque no la conociera, acompañándome a cada paso, alejando la soledad...
Y ahora, ¿qué sucederá?
La sensibilidad se ha alejado de mi rostro. Todo el dolor está centrado en mi pecho, en mis pulmones, cada vez que respiro. Poco a poco me siento más adormilado. Tengo ganas de cerrar los ojos, de rendirme a los brazos de Laêe...
Me pregunto qué me espera; qué hay después. Laêe. Tú eres inmortal. Yo no.
... Y tengo miedo.
Aún siento tus brazos, como una vaga sensación en mi piel. Estás ahí. Me acompañarás hasta el final...
Todo es nieve; una cortina grisácea que se arremolina a mi alrededor... un teatro de formas imprecisas...
...tengo tanto sueño...
Abro los ojos, lentamente, venciendo una punzada de dolor. He creído ver algo.
Laêe, ¿eres tú?.
Me levantaría si pudiera. Una forma confusa se mueve entre remolinos de nieve. Debe ser ella. Sedas brillantes, alargadas, construidas quizá con esos hilos con los que se tejen las ilusiones, surgen de entre los torbellinos, mecidas por el mismo aire que me acaricia. Alguien llega tras ellas. Son vestiduras de una diosa. Cubren un cuerpo de diosa...
Siento un estremecimiento en mi pecho. El fuego que siempre me ha alimentado intenta renacer. Lástima que haya llegado tan tarde. Sólo una llamita consigue pervivir en la cueva de hielo en que se ha transformado mi cuerpo. Lo suficiente para mantener vivo a mi corazón, que aún late, un poco más. Sólo un poco...
Trato de sonreír, pero todo se queda en la intención. Ya no poseo mi cuerpo. Mi diosa se acerca, por fin, tras una vida.
... Y ni siquiera puedo ofrecerle una sonrisa.
Laêe. Intento pronunciar su nombre. El aire sale silbante de mis labios. Sus extremidades son alargadas, gráciles. Esas sedas traslúcidas cubren su esbelto cuerpo, al mismo tiempo que ondean en todas direcciones. Son como las inquietas batutas que dirigieran los impulsos de los vientos...
Verla moverse es una delicia, ligera, estilizada, pausada. Parece no rozar la nieve al avanzar. Si lo hace, no deja huella alguna.
Laêe, te quiero. Ojalá pudiera decirte cuanto.
No puedo hablar. Estoy paralizado. Incluso el dolor del pecho ha desaparecido. No siento nada. Sólo veo y oigo... Estar muerto debe ser algo muy parecido...
Te acercas, caminando lentamente, orgullosa, como debe caminar una diosa. El viento te rodea, te acompaña, te viste... es uno contigo. Tus cabellos alborotados por el viento pero al mismo tiempo perfectamente ordenados, son tan blancos como el suelo que pisas. Tus ojos, fijos en los míos, son celestes, como el cielo del que procedes. Tu piel cuando te detienes junto a mí, parece a mis ojos suave, sedosa...
Ojalá pudiera tocarte. Ojalá tuviera las fuerzas para estrecharte contra mí, sentir tu piel, aspirar tu fragancia.
Ya no soy nada. Ni siquiera puedo hablar. Me limito a poner la vida en cada mirada.
Te inclinas sobre mí, y mis ojos logran seguirte a duras penas. El viento aún arremolina las sedas de tus vestiduras. Rozan mi cuerpo, y a pesar de estar congelado, siento y reconozco el tacto de tus caricias, ese que me ha acompañado toda mi vida...
Tu pelo se mece en alas del viento... o puede que sea al contrario. Cuando te acercas, sus fibras acarician mis mejillas. Huelo su perfume, pero no puedo sentir su suavidad. El frío me insensibiliza.
Sólo diez centímetros separan nuestros labios. Clavo mis ojos en los tuyos. Laêe, no puedo hablar. No puedo sentir tu contacto.
Pero aún amo... Voy a morir... Dentro de un momento voy a morir, y no puedo evitar sentirme más feliz que nunca en mi vida. Estás aquí, en carne y hueso... sólo para mis ojos.
Si supieras todo lo que siento, mi amor.
Lo sabes, ¿verdad?. Lo veo reflejado en tu mirada. Sabes lo que pienso. Sabes lo que significa este momento para mí.
Podría llorar de felicidad.
No dices nada. Sólo me miras. También yo puedo leer en tus ojos claros. Sé que me quieres. Por eso has estado conmigo siempre, acompañándome, dándome fuerzas. No me olvides, mi diosa. Dentro de poco partiré, y no sé qué encontraré más allá. No quiero perderte. No ahora. Tengo miedo, Laêe.
Te acercas aún más. Tus labios se entreabren un poco, y siento su calor en los míos, agrietados y fríos como cristal de roca.
No es lo único que siento. Algo gélido corre por mi mejilla, un surco de hielo. Una lágrima.
Intento concentrarme desesperadamente en esas dos sensaciones. Más allá sólo hay frío y silencio.
Si no estuviera tan cansado...
Al acercarte he cerrado mis ojos. Se está bien así. Es mucho más cómodo cerrarse a todo,y hundirse poco a poco en el olvido, mientras siento la huella de tu calor en mi rostro.
De pronto te separas de mí.
¡No!
Vuelve de golpe la soledad, el silencio...
¡No puedo morir así!
Lucho desesperadamente por volver a abrir los ojos. Es como levantar una pesada piedra desde el agotamiento. Una parte de mí ha huído ya por la pared de oscuridad.
El resto, lo que queda, pone toda su alma en volver a verte.
Lo logra al fin... pero parece haber oscurecido. Ignoro cuanto tiempo ha pasado. Puede que haya tardado un poco más de lo que parecía en mi pequeño triunfo. Es extraño...
Pero tú sigues ahí. Gracias al cielo, Laêe, a ti aún te veo, con tu expresión serena, tu suave melena blanca moviéndose al compás de los vientos de los que eres señora, rozando tu suave piel, contemplándome con tu serena mirada.
Tus ojos brillan...
No, por favor, no te acerques...
Me quedan unos instantes de vida. Permanece ahí, a mi vista. Quisiera que tu imagen fuera lo último que vieran mis ojos.
Todo se oscurece... demasiado rápido.
...Pero tus ojos siguen siendo luminosos.
Mi luz...
Gracias Laêe.
Muchas gracias...
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