sábado, 1 de diciembre de 2007

Guerreros del Ocaso - Cap 07



CAPITULO 7

MUERTE EN VIDA.


-- Has debido pisar algún resorte –susurró Christine desde la oscuridad. Su voz levantaba apagados ecos.

-- No hay nada de luz –contestó Nicolás, también en voz baja-. Desde fuera parecía haber ventanas.

-- Quizá fuera en pisos superiores.

Sonó un apagado ruido de roce, y luego con un pequeño chasquido, un haz de luz iluminó el suelo.

-- ¡Funciona! –murmuró Nicolás-. Creí que después de la catarata se habría estropeado.

-- ¡La linterna!, por supuesto. Había olvidado que tenías algo así.

-- En realidad es lo único que no he perdido en el río.

La luz tembló un poco, y perdió algo de intensidad. Un instante después recuperó su brillo. Comprobaron que se encontraban en una amplia habitación, cuyo techo se alzaba a más de cuatro metros de altura. La sala era cuadrada, y completamente desprovista de todo, si se exceptuaban la puerta de entrada, y tres más, situadas en las respectivas paredes restantes. Todas menos la primera estaban abiertas, y hasta donde podía verse, tampoco las salas a las que daban paso tenían mobiliario alguno.

-- ¿Alguna idea? –preguntó Nicolás-. La piedra no dijo el camino que deberíamos seguir.

-- No lo sabía, de todos modos. ¿Qué tal si vamos por la derecha?

-- ¿Por qué no?

Pasaron a través de esta puerta y se encontraron otra habitación idéntica a la anterior, salvo dos detalles: que no tenía puerta al exterior, y que en una esquina había una escalera descendente, cuyo pasamanos brillaba con piedras preciosas incrustadas. Nicolás se dirigió allí, y Christine siguió la estela de luz.

-- Es increíble –murmuró el chico, acariciando una esmeralda tan grande como la uña de su pulgar-. Podríamos desengarzarlas y quedárnoslas.

-- No estamos aquí para eso –lo conminó severamente ella-. Hay cosas más importantes.

-- Si, tienes razón –convino Nicolás avergonzado. En ese momento, la luz de la linterna volvió a parpadear-. Maldita sea. Las pilas eran nuevas.

-- Pueden haberse desgastado con el agua, o con el calor –opinó Christine-. Mejor que nos demos prisa. No me gustaría perderme en esta oscuridad. En algún lugar debe haber una antorcha.

Siguieron avanzando hacia la derecha, atravesando muchas habitaciones. Comprobaron que todas estas eran iguales, salvo el detalle de las escaleras. Algunas bajaban, y otras ascendían. Por lo demás, tenían la impresión de pasar siempre por el mismo sitio. Casi sin darse cuenta llegaron a una sala en la cual ya no pudieron seguir avanzando hacia delante, y supusieron que habían llegado al final del palacio por ese lado. No podían menos que asombrarse del modo en que estaba construido aquello por dentro. Ni una mesa, ni una silla, ni un cuadro... nada que denotara que allí vivía alguien. Sólo puertas, escaleras, y salas llenas de ecos. Sin pensárselo mucho, tomaron la puerta que quedaba a la izquierda, y siguieron avanzando en la nueva dirección. De este modo, caminando sobre la pared lisa de la derecha, y tras efectuar otros dos giros a la izquierda, volvieron finalmente de nuevo a la sala que les había dado paso al palacio. Esta vez tomaron la puerta del frente, la que les llevaría al corazón de esa planta, y trataron de orientarse entre las habitaciones. Llegó un momento en que ya no sabían dónde se encontraban, ni si habían pasado dos veces por el mismo sitio. En cualquier caso era evidente que toda la primera planta estaba dispuesta de ese modo, como un simétrico tablero de ajedrez cuyas casillas fueran habitaciones.

Sólo que había muchas más de ocho en cada hilera.

La linterna parpadeaba más a cada momento, lo cual no contribuía a tranquilizar sus inquietudes. Se detuvieron a decidir el siguiente paso, que no podía ser más que arriba o abajo. Ambos deseaban subir. Podían quedarse a oscuras en cualquier momento, y arriba habría ventanas. Aún así, ninguno de los dos sugirió este camino. De algún modo sabían (temían) que su camino era hacia abajo, en dirección a los cimentos del palacio. En silencio, y con sus corazones latiendo deprisa, tomaron la primera escalera, acariciando con sus dedos el enjoyado pasamanos, descendiendo hacia una oscuridad que parecía incluso más compacta que la precedente.

El piso inferior se reveló muy similar al superior, con pocas diferencias. En realidad, la única distinción era el número de escaleras que encontraron en las habitaciones. Casi todas ellas subían al piso superior, mientras que apenas encontraron cuatro o cinco que llevaban aún más profundo en la tierra. Por otro lado, les pareció que el techo de esta nueva planta estaba más elevado, pero eso podía ser debido a una impresión errónea. Los ecos resonaban más apagados, como si el aire poseyera una cualidad más densa, y empezaban a sentirse asustados sin un motivo real. Notaban que algo marchaba mal. Estaba siendo todo demasiado fácil. A pesar de la peculiar disposición de aquella construcción, no se trataba de ningún laberinto. Por un sencillo sistema de eliminación acabarían encontrando el arma que había mencionado la piedra. ¿Dónde estaba la dificultad?. ¿Dónde habían fallado los ciento treinta anteriores?. Sentían sus bocas secas, como si aún estuvieran recibiendo el ardoroso sol del desierto. En realidad allá abajo la temperatura era bastante suave, e incluso dirían que se notaba cierta humedad. Esto unido al suave olor a moho que se percibía en el aire, hacía que pareciera que avanzaban por una cueva. Aún así, si hubieran podido preguntarse a sí mismos, posiblemente ambos hubieran preferido estar arriba, bajo la justicia de los soles, antes que en aquellas profundidades, sin saber qué les deparaba la siguiente esquina. Avanzaban en silencio, sin pronunciar palabra, apenas levantando ecos. Lo último que deseaban era alertar a cualquier tipo de criatura que pudiera vivir allí dentro.

Tras un rápido examen que reveló la ausencia de cualquier objeto allí, descendieron aún más. En la nueva planta si que encontraron diferencias. Por un lado, el techo se había lanzado a más de cinco metros de altura, y las salas eran sensiblemente mayores, de modo que los ecos nacían con demasiada facilidad al menor roce del calzado sobre el suelo, o el simple murmullo de la ropa. Por otro lado, y esto fue de agradecer, cada cuatro o cinco habitaciones había una antorcha encendida, de modo que pudieron prescindir de la linterna cuando ya apenas les iluminaba mortecinamente unos metros alrededor. A pesar de esto, no era nada tranquilizador ver aquellas antorchas encendidas, y prendidas en las paredes. Era evidente que alguien las había puesto allí, y que cada cierto tiempo aparecería para renovarlas. Decidieron extremar las precauciones. La última diferencia la pasaron por alto durante un buen rato, hasta que Nicolás hizo una señal a Christine indicándole que parara. Quedaron completamente inmóviles y en silencio. El chico le pidió que escuchara, aunque ella no lograba oír nada más que el eco de su corazón en los oídos. Nicolás pareció llegar a idéntico resultado, ya que sacudió la cabeza, pero en lugar de seguir avanzando, tendió la antorcha a Christine, y se inclinó sobre el suelo para pegar su oreja al frío y dorado material.

-- Escucha –susurró tan bajo como pudo.

La chica se agachó también, y pudo sentir un débil golpeteo, muy apagado, como si sonara a través de cientos de gruesos muros. Cuando se levantó, apenas podía oírlos, a pesar de saber que estaban ahí. Se encogió de hombros, y Nicolás le devolvió el gesto. No sabían qué era.

A la luz de la antorcha, visitaron aquella planta, en completo silencio, escuchando atentamente antes de entrar en cualquier habitación para evitar cualquier sorpresa inesperada. Aún así, su búsqueda en esta planta también se reveló infructuosa. Sólo habían encontrado tres escaleras que bajaran a la planta inferior, y aunque no habían tomado de momento ninguna de estas, a través de los huecos descendentes les llegaba un difuso resplandor, señal de que abajo debía estar mejor iluminado.

Cuando no les quedó otra habitación por visitar, bajaron finalmente, y a mitad de la escalera se detuvieron de pronto como si sus cuerpos se hubieran transformado en sólida piedra.

Aquella planta era distinta a las anteriores. Para empezar habían desaparecido todas las paredes, quedando sólo aquí y allá grandes columnas para sustentar todo el peso del palacio. De esta manera existía sólo una ciclópea habitación, cuyo techo se disparaba a más de diez metros de altura, y perfectamente iluminada por antorchas en todas las columnas.

Pero no fue esto lo sorprendente.

En aquel lugar estaba apilado el mayor tesoro que pudieran o hubieran podido imaginar en sus más locos sueños. Montañas de monedas de oro y plata se extendían en todas direcciones, gigantescos montones de joyas engarzadas de todos los tipos y tamaños, de piedras preciosas, de perlas blancas y negras, algunas tan grandes como puños de niño. En otros lugares habían amontonadas armas increíbles, espadas, hachas, mazas, cuyas empuñaduras laboriosamente talladas habían sido esculpidas en oro puro, con piedras engastadas. Junto a estas se veían sus vainas, fundas no menos ostentosas, ricas ropas con bordados en hilo de oro, letras en plata, y caros adornos. Podían distinguirse aquí y allá cuberterías talladas en metales preciosos, medallones, y una inacabable colección de estatuillas, ídolos y grandes imágenes cuyos ojos no dejaban de ser rubíes, o zafiros, o...

Desde su posición en aquella escalera que descendía, los chicos pudieron ver este paisaje hasta donde alcanzaba la vista en cualquiera de las cuatro direcciones en que mirasen. A través de esta rica geografía, había pequeños senderos transitables que llevaban a todos los lugares, a veces discurriendo por angostos desfiladeros cuyas paredes eran montañas de lujosos objetos que amenazaban desprendimientos.

Christine despertó de aquella maravillosa hipnosis, y cobró súbita consciencia del delicado lugar que ocupaban, sosteniendo una inútil antorcha, y a la vista de cualquiera que no estuviera oculto tras uno de aquellos montones. Dio un codazo en las costillas a Nicolás, y le indicó que bajase rápidamente. El chico debió ver al menos parte de esta angustia reflejada en su rostro, porque del suyo se borró de pronto la expresión de soñadora incredulidad, y se lanzó a esconderse en silencio detrás de una pila de joyas que no tendría menos de dos metros de altura. El camino que pasaba por allí rodeaba esta pila, dirigiéndose en dos direcciones distintas, sorteando acumulaciones de objetos, de modo que era imposible saber a donde llevaba si no era siguiéndolo. Christine se agachó junto a él, y apagó la antorcha pisándola. Luego la dejó a un lado.

-- Gracias a Dios aquí no se producen tantos ecos –murmuró Nicolás.

-- Si, pero apuesto el cuello a que hay oídos esperando escuchar cualquier ruido.

-- ¡Qué maravilla! –exclamó Nicolás, igualmente en voz baja, mientras dirigía su mano a coger un broche de plata con filos de oro que tenía una esmeralda en su centro.

-- ¡No! –dijo Christine más alto de lo que hubiera querido, deteniendo al chico en su intención. Apretó los dientes y continuó más bajo-. No estamos aquí por eso. ¿Crees que yo no tengo ese impulso?. Piensa. Piensa. La roca nos dijo que este palacio no había sido creado por nada bueno. Podría ser una trampa. Aún no hemos visto ningún peligro, y sigo preguntándome qué pudo hacer caer a tantos otros antes que nosotros. ¿Qué diablos crees que pudo ser tan inocente como para no levantar sospechas, y al mismo tiempo tan atrayente como para atraparlos a todos?

Nicolás apartó lentamente su mano de la pila de joyas. De pronto se sentía demasiado cerca de ella.

-- Estás loca –susurró a la chica, pero no creía en lo que estaba diciendo.

-- No podemos pensar con lógica si hay magia por medio –dijo ella, apremiante, con la cara reflejando el esfuerzo por hacerle comprender algo que ella tenía como claro. Tomó de su bolsillo, rápidamente, el tirachinas que milagrosamente no había perdido en el río. Era tan pequeño que entraba en su palma. Lo tapó con la otra mano, y luego cerró rápidamente ambos puños, como desafiando al chico a elegir en cual estaba escondido, mas no era esa su intención. Seguidamente abrió ambas manos, y el objeto había desaparecido.

-- Pero... –comenzó Nicolás, y ella le puso un dedo en los labios

-- Sólo quiero que comprendas –siguió diciendo-. Por favor confía en mi. Esa es magia falsa, una simple ilusión. Esta, sin embargo, la que nos rodea, es verdadera. No toques el oro, por favor, tengo un presentimiento.

Nicolás la miró largo rato, como si de pronto viera en la chica a alguien distinto a quien no conocía.

-- Me debes una historia –dijo finalmente.

-- Prometido –afirmó ella, sonriendo vagamente-, en cuanto salgamos de esta.

Cerró su puño derecho, y tras pasar la palma izquierda sobre este, lo abrió de nuevo, mostrando el tirachinas, que guardó sin más preámbulo y sin mirar a Nicolás, en su bolsillo.

Permanecieron en silencio durante un momento, tratando de escuchar cualquier sonido peculiar, intentando determinar hacia donde debían avanzar. De pronto al chico se le ocurrió algo terrible.

-- Christine –susurró.

Ella lo miró, y él abarcó con un gesto de su brazo un ángulo de más de ciento ochenta grados.

-- ¿Cómo es ese arma que buscamos? –preguntó-, ¿y dónde está?

Ella le devolvió una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.

-- No sé dónde está –le contestó-, pero estoy convencida de que la reconoceremos cuando la veamos.

-- ¿Qué te hace pensar eso?

-- Otro presentimiento –miró a un lado y otro-. Es curioso. Hasta hace unas horas yo era la analítica, la que buscaba explicación a todo, y tú el que aceptaba las cosas como eran. ¿Hemos cambiado los papeles, Nic?

Sin esperar contestación, comenzó a avanzar hacia la izquierda, ocultándose detrás de cualquier pila de objetos que pudiera protegerla de ojos escrutadores. Nicolás bufó con el ceño fruncido antes de seguirla.

Se movieron a través de los senderos, ocultándose cuanto podían, y mirando a su alrededor con ojos atentos. Christine avanzaba delante, como una auténtica exploradora, agachada, mirando tras cada esquina antes de avanzar, y haciendo señas a Nicolás cuando no había peligro. El chico, por su parte, miraba también a su alrededor. Se preguntaba cómo demonios iba a distinguir aquello cuando lo viera. No compartía la fe de Christine. Si se suponía que el objeto en cuestión iba a ejercer una influencia sobre él, cualquiera de los que le rodeaban podía ser el que buscaban. Mirara donde mirara, sus ojos se posaban en objetos de innegable belleza, aparte de su gran valor. Si se esforzaba podía ver un brillo especial en cada uno de ellos. La verdad es que no se veía capaz de distinguir el verdadero, si este se presentaba ante sus ojos, pero no dijo nada. Se limitó a seguir a la chica y a estar alerta a cualquier presencia extraña.

Poco a poco fueron avanzando en alguna dirección, aunque no estaban seguros de cual. Desde que habían bajado a ese nuevo nivel, no habían encontrado ninguna pared, aunque era evidente que debía haberlas, cuando menos, las que delimitaban la sala. Los caminos se entrecruzaban, giraban, y a veces volvían en la misma dirección. Otras veces llevaban a sitios por donde no se podía seguir adelante, salvo que decidieran saltar por encima de alguna pila de joyas, o escalar alguna montaña de monedas. En cualquiera de los casos, habrían acabado provocando desprendimientos, y revelando su posición a los guardias... si es que los había. A medida que avanzaban, fueron relajándose más y más, aunque la chica no dejó de extremar las precauciones. Era inconcebible que nadie estuviera guardando aquel tesoro, que nadie vigilara allí.

Sin embargo así fue, al menos hasta que llegaron al corazón de aquella planta.

Estaban perdidos hacía rato. Habían seguido caminos que los habían conducido a través de pilas de tesoros muy similares unas a otras, y habían girado tanto y tan parecido que tenían la impresión de caminar en círculos. Entonces llegaron a un lugar distinto de los demás. El paisaje era el mismo que hasta entonces, pero en aquel punto había una acumulación de pilares tal como no habían visto antes. Cuatro grandes columnas ascendían hasta el invisible techo, formando los vértices de un rectángulo de unos cinco metros de ancho, y aproximadamente el doble de largo. En cada uno de estos soportes había cuatro antorchas, no simplemente una, como hasta el momento, y en el interior del área que delimitaban, pudieron ver un sencillo montón de monedas de oro, bastante bajo en comparación a los otros que abundaban por aquella planta, y sobre el mismo, un boomerang dorado.

Ambos se sintieron inmediatamente atraídos por el objeto. Lo miraron durante largo rato, desde el punto donde se encontraban, aún fuera de aquel rectángulo. Algo en su forma... o en su color... algo en él les atrapó la atención. Christine no tuvo ninguna duda de que aquel era el arma de que la piedra les había hablado. Sentía el poder nacer de su interior. Se giró hacia el chico, y lo encontró serio, preocupado. Le dio un codazo en las costillas y luego le ofreció una sonrisa. Seguidamente se dirigió hacia allí.

Inesperadamente sintió como Nicolás la cogía del brazo, impidiéndole dar otro paso. Se volvió hacia el chico con furia, pero su expresión la hizo callar. Nic, con el ceño fruncido, le señalo algo que le había pasado desapercibido a la chica. La columna que tenían más cerca producía una extraña sombra en el suelo. “Una de tantas”, estuvo a punto de decir Christine, “maldita sea, todo este lugar está lleno de sombras extrañas”. Pero calló abruptamente, cuando aquella sombra se movió y cambió de lugar. Había alguien oculto allí, a apenas unos metros de ellos. Aún sujeta del brazo, sintió como la sangre le bajaba varios grados de temperatura en sus venas.

Se movieron sigilosamente hacia un lado. Querían saber cual era el aspecto de la criatura antes de pensar como actuar. Cuando la contemplaron, a través de un delgado hueco entre una pila de estatuillas y otra de joyas, hubieran preferido no verla. Aquel ser tenía aproximadamente un metro y medio de estatura, más bajo incluso que Nicolás, pero sus rasgos eran monstruosos. Sostenía con sus manos terminadas en garras la empuñadura de una espada. No podían verlo muy bien, ya que casi les daba la espalda, pero bastó para que percibieran sus orejas gruesas y puntiagudas, su frente abultada, como la de los hombres primitivos, y su boca, sin labios, en la que se percibían puntiagudos dientes. En cuanto a sus ojos, prefirieron no poder verlos.

Christine se llevó la mano a su boca para no emitir ningún sonido. Nicolás le apretó suavemente el hombro para calmarla, aunque él mismo estaba muy asustado. Cuando la chica se giró a él, ambos se agacharon en su escondite. Ella enarcó las cejas en un gesto bastante significativo. ¿Cómo iban a hacer para conseguir el arma?. Nicolás, tras pensarlo un momento, hizo ademán de darle en la cabeza con algo contundente. Ella negó con la cabeza, y volvió a encogerse de hombros. ¿Con qué?

El chico puso cara de fastidio, y miró a un lado y a otro. En la pila de estatuillas, que quedaba a su izquierda, encontró pronto un objeto que serviría; un cetro de oro macizo, de medio metro de largo más o menos, cuya cabeza había sido tallada con la forma de un águila. Alargó su mano para cogerlo.

Christine estuvo a punto de lanzar un grito cuando vio el gesto. Se contuvo, y en su lugar, intentó detener al chico en su acción. Un repentino pánico se había abierto paso en su mente, un conocimiento extraño, un presentimiento, el mismo que le había hecho anteriormente decirle a Nicolás que distinguirían el arma en cuanto la vieran. Tenía que detenerlo. Tenía que pararlo. No debía tocar aquel objeto de ninguna manera. Cogió el brazo del chico y tiró en su dirección.

Demasiado tarde. Nicolás había aferrado ya el mango del cetro, y siguió empuñándolo mientras a su alrededor comenzaba a sonar un silbido agudo, como si de todas las columnas presentes en la sala escapara vapor a una gran presión. Sonó un ruido delante de ellos, y Nicolás comprendió que aquella criatura se dirigía en su dirección. Sin pensarlo dos veces, reptó hasta quedar oculto tras otra montaña de joyas. El ruido se iba haciendo más fuerte por momentos. Christine no pudo reaccionar a tiempo, y permaneció allí cuando aquella cara horrenda se fijó en ella. Le vio los ojos, y no pudo evitar comenzar a temblar. Bajo las cejas lampiñas sólo había dos profundos agujeros, en el fondo de los cuales brillaban pequeñas ascuas rojas. Su voz, cuando habló, tenía un tono parecido al de la roca: ronco, como el de un animal salvaje. De algún modo, logró escucharlo a pesar del pitido que le destrozaba los tímpanos. Aquel ser no parecía percibirlo.

-- Otro mocoso –exclamó, casi con alegría-. ¿Quién me iba a decir a mí que sería yo el afortunado?. Y además una dama. Esto sí que es especial. Me felicitarán cuando les muestre tu cabeza. Ya hacía mucho tiempo desde el último.

Christine cayó sentada en el suelo, cuando trató de retroceder. Se empujó con los pies hacia atrás, mientras buscaba frenéticamente el tirachinas en su bolsillo. La criatura no tardó un instante en desenvainar su espada, y saltó por el punto más bajo de la pila de tesoros. En un segundo estaba apenas a dos metros de la chica, que seguía temblando, y retrocediendo. Por fin logró sacar aquello de su bolsillo, pero era consciente de que no lograría extraer un proyectil a tiempo. A pesar de ello, llevó la mano a su cuello, y arrancó la bolsita, partiendo el delgado cordón de cuero. Sus manos temblaban incontrolables mientras se esforzaba por abrirla todo lo rápido que podía. Si al menos cesase el ruido, ese infernal ruido.

La criatura dio unos pasos en su dirección. Ahora se alzaba delante de ella. Si su boca hubiera sido más expresiva podría haberse dicho que sonreía. Alzó la espada lentamente hasta dejar la punta a medio metro de la cabeza de la chica. Esta seguía empujándose con los pies, cuando de pronto sintió que su espalda chocaba con algo duro, y un pequeño alud de monedas calló sobre ella, haciendo que sus dedos resbalaran cuando había logrado asir el nudo. Maldijo en voz alta, y levantó la vista para clavarla sobre la criatura. Entonces vio algo que recordaría durante mucho tiempo. Cuando el ser levantaba la espada para asestar el golpe que separaría su cabeza de su cuerpo, a su espalda, alguien saltó igualmente sobre la pila de joyas, empuñando una espada resplandeciente, y bramando de furia incluso por encima del agudo silbido. Christine apenas reconoció a Nicolás en aquel personaje que casi atravesó al monstruo de una estocada. Por desgracia, su grito lo había prevenido, y este se dio la vuelta para recibir a su oponente. Cuando los ojos de la chica se fijaron en el combate, olvidó completamente el tirachinas, y también el saquito que seguía sosteniendo en sus manos, y que contenía aquellos proyectiles con los que jamás erraba el tiro. Delante de ella se estaba sucediendo una serie de embates y defensas de los que jamás hubiera considerado capaz al niño. Manejaba aquella arma como si lo hubiera hecho desde su cuna, parando ataques, amagando, y lanzando después furiosas réplicas que hacían retroceder continuamente a su contrincante. En pocos segundos, que parecieron largos minutos, lo acorraló entre dos pilas de tesoros y no perdió tiempo de atravesarle el corazón con el arma. De la herida brotó sangre tan oscura que parecía negra.

Se volvió a la chica, y la ayudó a levantarse del suelo.

-- Tenías razón –exclamó para que ella pudiera escucharla-. El tesoro debe tener alguna trampa. Mejor que cojamos ese arma, y salgamos de aquí corriendo.

Ella asintió, aún atónita. Saltó hacia el rectángulo y voló hasta la pila que sostenía aquel objeto. A pesar de las prisas, no pudo evitar detenerse unos segundos, y disfrutar del momento en que sus dedos sostuvieron el peso del boomerang. Un leve cosquilleo se extendió a lo largo y ancho de todo su cuerpo, poniéndole la carne de gallina. Su corazón se aceleró a ritmos que no había conocido hasta entonces, como un caballo salvaje que pretendiera escapar por su garganta... mas la sensación no tenía nada de desagradable. Al contrario, se sentía poderosa, capaz de aplastar al mundo con su puño si lo deseaba. No albergó ninguna duda de que aquel objeto era el que buscaban.

La sensación desapareció tan rápido como había llegado, dejándola vacía, y haciéndole tomar repentina consciencia de que estaban en grave peligro, y que aquella alarma, si es que era eso, seguía sonando. Miró a su alrededor, y vio a un par de metros un montón de ricos ropajes amontonados. Allí había algo parecido a unas alforjas, o un bolso de viaje, ricamente adornado con hilos de oro y plata. Ya daba igual lo que tocaran, de modo que arrancó aquello de su emplazamiento, e introdujo el arma en su interior. Seguidamente se pasó las correas por el cuello asegurándose de que no se soltaran.

-- ¿Por dónde? –gritó al chico, que parecía absorto en la contemplación de aquella espada teñida de sangre. Ella se acercó, y le apretó el hombro con gesto firme-. Me has salvado la vida de nuevo, Nic. Eso, fuera lo que fuera, no era humano. No dejes que te remuerda la conciencia.

Él asintió levemente. Christine había dado en el clavo. Pasado el primer furor que lo había inundado, se había dado cuenta de que había matado. En su mente las letras de la palabra aparecieron en mayúsculas. Él, Nicolás, había MATADO, por primera vez en su vida, a algo más grande que una cucaracha. Trató de desprenderse de los pensamientos tumultuosos que comenzaban a inundarlo y se centró en la sirena, que seguía sonando. Tendría que matar de nuevo si no escapaban de allí. Asintió de nuevo, con más fuerza esta vez, ante las palabras de la chica, y comenzó a correr en una dirección cualquiera. De momento ignoró aquel fuego ardoroso que se había extendido por su brazo cuando soltó el pesado cetro y empuñó aquella espada que casi era invisible entre todo el oro que la rodeaba. Ya tendría tiempo más tarde, si sobrevivía, de pensar que por unos momentos había sido otra persona, había luchado como un guerrero... y no lograba comprender cómo había sucedido.

Christine corría detrás del chico, sin saber muy bien a donde se dirigía. Posiblemente tampoco él lo sabía. Buscaban algo, algún medio de seguir bajando. La salida de ese mundo no podía estar hacia arriba. El arma había estado abajo, y más abajo aún, habían escuchado aquel golpeteo apagado. Ahora era imposible escuchar nada. Ni tan siquiera cuando los pesados objetos de oro caían al suelo si atajaban saltando sobre alguna pila de tesoros poco elevada. Buscaban una escalera. Una escalera que los llevase hacia abajo, hacia el golpeteo, posiblemente hacia el peligro, pero también hacia Ghuldra.

Finalmente, encontraron lo que buscaban, aunque no fue sino por casualidad. La escalera que encontraron no era una de esas ostentosas que habían utilizado anteriormente, con gran pasamanos lleno de piedras preciosas. En lugar de esto, una sencilla trampilla, abierta, en la cual estuvieron a punto de caer ambos, daba paso a un túnel vertical. Una de sus paredes tenía peldaños de metal anclados a ella. Nicolás sujetó la empuñadura de la espada con su cinturón, y se disponía a bajar cuando la sirena cesó bruscamente, dejando en sus oídos un persistente pitido. Al mismo tiempo comenzaron a escuchar voces provenientes del agujero. A todas vistas, un nutrido grupo se disponía a subir por el mismo camino que ellos pensaban emplear.

El chico estuvo a punto de maldecir. Sólo se detuvo ante la posibilidad de empeorar las cosas. Christine miraba a su alrededor desesperada, mientras terminaba de desatar el fuerte nudo de la bolsita. Vació las tres bolas de metal que contenía en su mano, y arrojó el saquito tras un montón de monedas. Cogió al chico del brazo, arrastrándolo en silencio hacia el refugio de una pila de lingotes de oro, dispuestos como una pequeña pirámide de un metro y medio de altura. Se agacharon, y miraron con ansiedad a través de los agujeros que quedaban abiertos entre los bloques.

En menos de un minuto, las voces se habían hecho más fuertes, y aproximadamente unas veinte criaturas como la que Nicolás había vencido poco antes surgieron por la abertura, agrupándose a cuatro metros del lugar donde ellos estaban escondidos. Aunque todos gritaban, uno de ellos parecía ser el jefe, e impartía confusas órdenes a unos y otros. El lenguaje que estaba utilizando era el propio de los chicos, y el mismo que el otro monstruo había utilizado para hablar a Christine, pero apenas fueron capaces de entender alguna palabra suelta, tal era la velocidad y la confusión de las frases que surgían por su boca. Los demás si debieron entenderlo, porque se fueron desmembrando en grupos de tres o cuatro, distribuyéndose por la sala. Uno de estos grupos pasó junto la pila de lingotes, tan cerca de ellos que si uno sólo de sus miembros hubiera desviado la cabeza, los hubiera visto allí agachados. Por suerte, ninguno esperaría que estuvieran ocultos tan cerca de la trampilla. Los últimos en alejarse eran dirigidos directamente por el jefe y se encaminaron hacia el lugar donde había estado el arma (eso pensaban), no sin que este dejase antes un pequeño grupo de protección compuesto por dos de ellos para guardar la entrada.

Aunque sus corazones no disminuyeron su acelerado ritmo, al menos se permitieron respirar algo más relajados cuando quedaron solos con los dos guardias. A través de los agujeros pudieron ver como estos no separaban sus manos de las empuñaduras de sus espadas. Sin embargo, no parecían tomarse la vigilancia demasiado en serio. De ningún modo parecían contemplar la posibilidad de que los infiltrados hubieran llegado tan lejos. Charlaban en voz muy baja, tranquilamente, mientras echaban frecuentes miradas por encima del hombro. A diferencia de la criatura que habían matado poco antes, estos estaban ataviados con armaduras y yelmo. Seguramente se habían vestido así después de comenzar a sonar la alarma, y antes de salir en su búsqueda.

Christine acercó sus labios al oído de Nicolás, y habló tan bajo como pudo.

-- ¿Puedes encargarte de uno?

El chico asintió, pero le indicó con gestos que esperasen hasta que estuvieran de espaldas, cosa que ocurría con relativa frecuencia. Una apagada voz en su interior le indicó que se disponía a atacar a un ser vivo por la espalda, sin darle ninguna oportunidad, pero recordó la cifra que había mencionado la piedra (ciento treinta y uno), y ahogó sin piedad este asomo de remordimiento. Podía apostar el cuello a que ellos no habían dado muchas posibilidades a sus víctimas a lo largo de todos esos años, posiblemente siglos. Recordó también un momento mucho más cercano, cuando aquella criatura se disponía a cortar la cabeza a Christine, indefensa en el suelo. Se preguntó cuantas otras Christine habían existido anteriormente que no habían sido auxiliadas en el último momento. Apretó los dientes, al tiempo que su puño apretaba la empuñadura del arma. Apenas fue consciente de que aquel poderoso guerrero volvía a controlar su cuerpo, llenándolo de furiosa adrenalina. El Nicolás de trece años, el niño, nunca había estado más lejos que entonces.

Los dos guardias miraron un momento al lugar donde ellos se agazapaban, y Christine temió que los hubiera delatado algún ruido. Luego se volvieron de espalda, comenzando a alejarse unos pasos. La chica soltó el aire que había mantenido en sus pulmones, y dirigiendo una rápida mirada de complicidad a Nicolás, se levantó, empuñando aquel diminuto tirachinas que incluso podía esconderse en su mano. Aquel que Nicolás había llamado juguete no hacía tanto tiempo. Lo sujetó firmemente con la mano izquierda, mientras tensaba la cazoleta con la derecha, fuerte, hasta que la goma no dio más de sí; lo había hecho cientos de veces. Conocía aquel arma, y también aquella munición. Le dio tiempo a sonreír, imaginando lo que pensaría el chico cuando viera lo que podía hacer aquel “juguete”. Entonces soltó el elástico, y casi en el mismo momento en que lo hacía, un agujero sangrante apareció en la parte posterior del cuello de una de las criaturas, en la base del cráneo, donde su yelmo no protegía. Sin un solo ruido, se desplomó en el suelo. El segundo de los guardias miró antes allí que a su espalda, y cuando aún se preguntaba qué era lo que le había pasado a su compañero, la hoja de Nicolás abrió un amplio tajo en su cuello, no lo suficientemente grande para separar la cabeza, pero si bastante para seccionar la tráquea y las venas que pasaban por allí. Calló al suelo, sobre el otro cuerpo, gorgoteando y sujetándose la herida con ambas manos, como si de ese modo pudiera detener el fluyo de la sangre. En pocos segundos quedó igualmente inmóvil.

Christine alcanzó a Nicolás y le dio una palmada en la espalda. Luego se acercó a la trampilla y se arrodilló para mirar dentro.

-- Creo que necesitaremos otra antorcha –afirmó en voz baja-. No se ve luz allá abajo

El chico asintió, y cogió una de las que había cerca. Seguidamente regresó y se la pasó a Christine, que ya estaba con medio cuerpo dentro del agujero. Pensó que no era correcto que bajase ella primero, pero no pudo decírselo. Tan pronto como sostuvo la antorcha empezó a descender hacia la oscuridad, y en cuanto Nicolás gozó del espacio suficiente, la siguió.

El hueco se prolongaba durante más de veinte metros. Finalmente se abrió a una gruta, o quizá una mina. A pesar del pitido que seguía persistiendo en sus oídos dañados, ahora también pudieron escuchar mucho más claro aquel sonido de golpeteo, como martillazos, que habían percibido anteriormente.

A la vacilante luz de la antorcha pudieron ver que la gruta era muy grande, y que de ella partía un pasillo cavado en la roca. Siguiendo este, llegaron muy pronto a una habitación iluminada por tres antorchas, donde pudieron ver una mesa, muchas sillas alrededor, y un armario, abierto y vacío. Había dos puertas, una justo delante, cerrada, y otra a la derecha, entreabierta. La empujaron, y quedó a su vista una nueva sala, muy grande, llena de camastros de paja. Christine debió hacer esfuerzos para resistir la tentación de prender fuego a aquel polvorín. Quizá hubieran de utilizar ese camino de vuelta. Aquella habitación no tenía otra salida, así que volvieron a la primera y probaron el picaporte de la otra puerta. No estaba cerrada con llave, y tras esta, el pasillo continuaba. Los martillazos eran mucho más audibles aquí.

El nuevo pasillo desembocó en un barranco, parcialmente iluminado. Un poco a la derecha, había un puente de cuerda que cruzaba el abismo, muy cerca del techo. Al otro lado pudieron utilizar una escalera de caracol, tallada y excavada en el corazón de la piedra, que los hizo descender hasta la base de aquella gigantesca sala. Desde allí pudieron ver la fuente de la débil luz; un par de antorchas dispuestas a ambos lados de la entrada a un nuevo túnel.

Hacia allí se encaminaron, sintiendo que poco a poco se acercaban a aquel pasadizo del que les había hablado la piedra. Aún no sabían que podía ser aquel misterioso ruido. Rezaban porque no hubieran de luchar con cada ser que empuñara un martillo. Sonaban demasiados. El ruido se fue haciendo más fuerte, hasta que llegaron a una inmensa sala iluminada en muchos puntos. El ruido provenía de allí. Optaron por la prudencia, y apagaron la antorcha, antes de que pudiera llamar la atención de alguien.

Quedaron sumidos en la penumbra, y se fueron acercando sigilosamente a la fuente lo los martillazos. De tanto en tanto sonaba algún otro ruido, distinto del monótono golpear; el chasquido de un látigo, un gemido como respuesta. En unos momentos se hicieron cargo de la situación. Al fondo de la sala, y armados con pesados martillos y largos cinceles de hierro, un numeroso grupo de cuerpos, encadenados unos a otros, horadaba lentamente la pared. Otro grupo más pequeño reunía los escombros, y los cargaba en carritos de madera que un tercer grupo se encargaba de llevarse por una gruta secundaria. Nicolás notó como le hervía la sangre ante aquella injusticia, y se aprestó para el combate. No tardó en localizar la fuente de los latigazos. A primera vista no había más que un guardia, y hacia él se encaminó el chico, antes de que Christine pudiera detenerlo, blandiendo la hoja, manchada de sangre ya dos veces. El capataz, otra de esas repulsivas criaturas, lo vio llegar y tardó un segundo en reaccionar. Seguidamente soltó su látigo y empuñó su propia espada curva, mientras daba gritos a la oscuridad en una lengua desconocida. Los gritos no duraron mucho rato. Evidentemente era más diestro con el látigo que con la espada. Nicolás, nuevamente en su inexplicable papel de diestro guerrero, no tardó en poner fin a su vida. Christine se acercó a él, con el tirachinas preparado entre sus manos, alerta a cualquier movimiento sospechoso. En la sala se había hecho un repentino silencio. Muchos ojos los miraban con curiosidad, pero ninguna alegría.

Nicolás miró a un lado y a otro. No esperaba que le dieran las gracias, ni que estallasen en vítores, pero lo que desde luego no había esperado era aquellas miradas vacías, como si se tratara de estúpidos animales, y no de personas.

Sonaron unos apresurados pasos, y del pasadizo donde habían estado llevando los carritos cargados de piedras, llegó una segunda criatura, armada con una espada. Christine tensó su arma y disparó desde más de quince metros de distancia, forzando al máximo la flexibilidad de la banda de goma. Ninguno de estos dos guardias había tenido armadura metálica puesta, y este, que ahora asomaba por la puerta soltó la espada para sujetarse el pecho. Sus ojos ardían con ese mortecino brillo rojo. Dio unos cuantos pasos en su dirección, se tambaleó, pero siguió avanzando. Nicolás se acercó para rematarlo, y luego se volvió a la congregación de mudos esclavos. Se dio cuenta de que en su mayoría eran niños o jóvenes, aunque también los había adultos, y unos cuantos de avanzada edad.

El silencio fue el único soberano durante un largo minuto. Nicolás acabó perdiendo la paciencia. Se dirigió al primero de la larga fila que había estado golpeando la pared de roca.

-- No se qué demonios os pasa –exclamó-, pero si queréis ser libres, poned vuestras cadenas sobre alguna piedra para que pueda cortarlas.

Todos guardaron silencio, y muchos bajaron la mirada al suelo, pero ninguno de ellos hizo otro movimiento, salvo aquel al cual se dirigía el chico. Este lo miró con ojos vacíos de todo.

-- Pierdes el tiempo –dijo con una voz pastosa que les recordó las suyas propias cuando habían estado tiempo sin beber agua-. No podéis hacer nada por nosotros.

-- Tenemos un poco de prisa -intervino Christine acercándose también a aquel hombre. Debería tener unos treinta años, y su cuerpo estaba sudoroso y flaco-. Por favor, tiende tus cadenas para que podamos liberarte.

El hombre no hizo tampoco ahora el menor gesto.

-- ¿Y luego? –preguntó cansado.

Nicolás y Christine se miraron mudos de asombro. No entendían una palabra de lo que estaba ocurriendo. Exceptuando las palabras de ese hombre, y las frases que ambos pronunciaban, podrían haber estado solos en la gruta, tal era el silencio que allí imperaba. Nadie movía un solo músculo, y por lo tanto ninguna cadena tintineaba. Un escalofrío recorrió la espalda de la chica, haciéndola estremecer. Repentinamente recordó aquella vez que había estado en el museo de cera, siendo muy pequeña. Ella no quería entrar en la sala del terror, pero sus padres tenían ganas de verla. Allí dentro hacía frío, y todo estaba en silencio, pero mirara a donde mirara veía monstruos, espectros, escenas terribles. Parecían moverse en la periferia de su visión, mas cuando dirigía sus ojos asustados a ellos, estaban mortalmente quietos, como si esperaran el momento idóneo para atacarla. En la gruta era algo parecido, como si aún estuviera en aquel museo de cera, y las esculturas hubieran cobrado vida, pero a pesar de ello no quisieran moverse.

-- ¡Pues luego nos iremos! –estalló Nicolás, ¿o es que os preferís quedar aquí?. Hay un túnel en algún lugar por aquí que lleva a otro mundo.

-- Sólo los vivos pueden viajar a su través –dijo el hombre, bajando sus ojos.

Los chicos sintieron como se congelaba la sangre en sus venas.

-- ¿Qué estás diciendo? –murmuró Christine.

Él inspiró aire, y la miró fijamente a los ojos. La chica retrocedió un paso. Había visto sus miradas apagadas, pero ahora se dio cuenta de qué era lo que faltaba. No había brillo, no había color, no había nada. Sus ojos eran negros pozos que descendían hasta tierras heladas de terror y muerte. Muerte.

Aquel hombre estaba muerto, y por alguna razón, seguía moviéndose.

-- La vida huyó de nuestros cuerpos hace mucho tiempo –continuó el hombre con voz casi inaudible-. No tenemos almas, no tenemos ilusión. La magia anima nuestros cuerpos para que podamos seguir trabajando aquí, eternamente, sin esperar jamás descanso. Es el castigo con el que nos obsequió Rahoman.

-- ¿Vosotros...? –comenzó Nicolás, pero hubo de tragar saliva antes de seguir-, ¿vosotros sois los que intentaron recuperar el arma de este mundo antes que nosotros?

Nadie dijo nada.

Hubo unos momentos de silencio, y de pronto, todos aquellas esculturas vivientes se empezaron a mover al mismo tiempo. Lentamente, giraron sus cabezas de modos extraños, como si escucharan algo, y poco a poco, comenzaron a volver al trabajo. En breves instantes el ruido de martillazos los rodeó otra vez. El único que no trabajaba era el hombre con el que habían estado hablando. Sin embargo, ya había empuñado el martillo y el cincel.

-- Vuelven –dijo sencillamente.

-- ¿Cómo lo sábeis? –preguntó la chica.

-- Se aprende a percibirlos –se giró, y se disponía a retomar su trabajo, aunque esperó un momento y añadió algo antes-. Rahoman es el hacedor de esto. Él posee nuestras almas. Su muerte nos dará descanso.

Sin otra palabra, sus golpes se unieron a todos los de sus compañeros. Parecían zombies, vacíos de voluntad propia. Seguían con su trabajo, pasando incluso sobre los cadáveres de los dos guardias que habían muerto. Lo único que percibieron de emoción humana, y no estuvieron seguros de que fuera real, era la saña con que pisaban los cuerpos cuando pasaban sobre ellos. Si esa animosidad nacía de su interior, no se reflejaba en la expresión de sus rostros.

Unos gritos rompieron sus cavilaciones. Muchos pasos sonaban por el pasillo que los había traído hasta allí, avanzando deprisa hacia ellos. Se giraron, y comenzaron a correr hacia delante por la gruta. No había más que una salida, así que cogieron una de las antorchas sujetas a la pared y tomaron aquel pasadizo por el cual los que acarreaban los carritos iban y venían. Encontraron a algunos, y los vieron arrojar las rocas a través de un agujero abierto en la pared, escuchándose después apagados ecos de chapoteos muy abajo. El pasadizo siguió adelante durante casi un kilómetro más allá del lugar donde habían encontrado a los esclavos, curvándose a un lado y otro, pero sin ninguna bifurcación, lo cual fue de agradecer, ya que no hubiera sabido por donde avanzar. Los ruidos de pisadas sonaban más cerca, pero con los ecos de la gruta era imposible saber a qué distancia.

Repentinamente, al girar a la derecha, se encontraron con la entrada a un túnel de luz azul cuyas paredes, hechas de una espesa bruma, giraban sin cesar, como un gigantesco vórtice que quisiera absorberlos.

Dejaron caer la antorcha al suelo. No era necesaria, ya que aquella mágica luz azul les iluminaba los rasgos. Se miraron a los ojos durante unos momentos, y se sonrieron. Aquel era el camino que habían estado buscando. Tenían el arma, y estaban a un paso de Ghuldra. Nadie los detendría ya, a pesar de que los pasos sonaban inminentemente cerca. Nicolás se sujetó la espada de nuevo en su cinturón, y dio un paso hacia delante. Christine lo detuvo suavemente, tomándolo del brazo.

-- ¿Te importaría que entráramos cogidos de la mano? –el chico la miró, ampliando su sonrisa, y ella se apresuró a añadir-. Sólo por si hubiera alguna posibilidad de perderse por el camino.

-- Por supuesto –dijo él, y le apretó con firmeza la mano. Notó que temblaba un poco, y que estaba muy fría.

Ella asintió con la cabeza, y dieron un paso hacia delante, los dos a la vez. Sus pies se posaron en aquella neblina, y de pronto, se sintieron impulsados hacia delante. Un viento poderoso nació de algún lado, y fueron tragados por el remolino. Los gritos que habían sonado a sus espaldas de pronto se hicieron muy lejanos y desaparecieron. Sabían que iban hacia delante, pero en aquel universo de luz, los conceptos de arriba o abajo, izquierda o derecha, no tenían ningún sentido. Lo único que sus cuerpos sentían era como si hubieran saltado desde un avión sin paracaídas, el vértigo aferrado a sus estómagos, la velocidad de descenso, todo contribuía a imbuirles un miedo terrible a lo desconocido. ¿Y si estaban realmente cayendo?, ¿y si su primer contacto con Ghuldra era un terrible golpe a más de doscientos kilómetros por hora contra el suelo?. Lentamente, todo se fue confundiendo. La luz se apagó, y todas estas emociones se fueron haciendo más y más difusas, como si únicamente formaran parte de un enrevesado sueño. Ya no importaba nada, y nada quedaba. Sólo la sensación de sus manos unidas, ese vínculo que los hacía un solo viajero a través de las estrellas, los mundos... Ese contacto de sus manos fue lo último que recordaron cuando finalmente fueron tragados por la nada.



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