sábado, 1 de diciembre de 2007

Guerreros del Ocaso - Cap 06



CAPITULO 6

EL DESIERTO ETERNO.


Cuando Nicolás abrió los ojos, la luz penetró a través de ellos, como una lanza blanca que le perforase el cerebro. No sabía nada, ni donde estaba, ni quien era, ni qué hacía allí, ni cuanto hacía que estaba tendido en el suelo, con medio cuerpo dentro del agua fría. Ignoraba cualquier cosa que no fuera el terrible dolor de su cabeza.

Desde el mismo momento en que había recuperado la consciencia, el dolor había estado allí. No necesitó hacer ningún épico esfuerzo por sacar su cuerpo del agua. Sabía de antemano que no lo lograría. El interior de su cráneo era como una cueva en la cual ecos desconocidos susurrasen palabras incomprensibles para él, cosas sin sentido... risas... algún llanto. Con los ojos cerrados trató de recordar su nombre. ¡Oh, diablos!, qué importaba. No podía. No podía. Dolía mucho. En sus labios tenía un sabor conocido. Metálico. ¿Sangre?. Una aguja conocida apareció en el desordenado pajar de sus pensamientos. Por supuesto. El desierto le había hecho sangrar los labios. ¿Pero cuándo...?. Oh, Dios, no era posible. Eso había sido algún tiempo atrás. Entonces...

Lentamente, como una vela a la que se agota la cera, volvió a caer en la inconsciencia.


Tiempo más tarde, el interruptor de su mente se encendió de nuevo, mas las piezas seguían rozando allí dentro. Nicolás abrió los ojos, y la luz había disminuido un poco, o quizá alguna sombra lo estaba cobijando. A pesar de ello el dolor no había desaparecido. Notaba un pulsar constante en sus sienes, como si algún grupo de forzudos le estuviera poco a poco aplastando la cabeza, coordinando esfuerzos... ¡Ahora!, ¡ahora!, ¡ahora!.

Y ese ruido... Ese endiablado ruido. ¿De donde salía?. Hizo un esfuerzo por girarse para mirar. Lo consiguió, pero a un precio demasiado alto. Tenía que ocurrir, y ocurrió. Los forzudos lograron su propósito. ¡Ahora!, y en ese momento, su cráneo estalló en dolor. Se dio cuenta, al tiempo que volvía a perder el conocimiento, que el ruido procedía de una cascada. ¡Claro, la catarata!.


La tercera vez que surgió de la oscuridad, sólo encontró más oscuridad a su alrededor. Había un leve resplandor, pero la débil fuente de luz debía estar escondida. Una de las primeras cosas de las que se dio cuenta fue el terrible frío que hacía en aquel lugar. Su cuerpo estaba sumergido hasta la cintura en agua, y recordó que era la segunda vez que pensaba en ello. Alargó sus manos hacia delante para poder salir de allí. Le llevó un gran esfuerzo, pero pacientemente, logró su propósito.

Entonces trató de recordar. El ruido seguía sonando, y logró identificar la catarata. De algún modo, sabía que ella había tenido algo que ver. Debía haber caído desde allí arriba. Eso explicaría por qué estaba casi sumergido en el agua. Lo último que lograba recordar era la balsa. La balsa surcando el río. Surcándolo demasiado deprisa. Ese había sido el fallo. No deberían haber acelerado tanto. ¿Pero qué...?. ¡Qué tonterías estaba pensando!. Las balsas no se aceleran.

Sus manos tocaron una superficie rocosa, y con los ojos cerrados, se alzó para descansar allí su espalda. Este esfuerzo revolvió su estómago, y vomitó a un lado lo poco que tenía. Debía haber tragado mucha agua, pero ya no se encontraba allí. Los esfuerzos producidos por las arcadas despertaron de nuevo el dolor de sus sienes. “Malditos forzudos de circo”, pensó, pero no supo de donde le había llegado esta idea. Se llevó la mano al cráneo para sujetárselo en su sitio, y notó un punto especialmente magullado. Seguramente había recibido algún fuerte golpe allí, porque no solo era la fuente de gran parte del dolor que le mareaba, sino que notaba una pronunciada inflamación, que al ser tocada parecía clavar un puñal a través del hueso. Al menos, suponía que no estaba roto. En algún lado había oído que las fracturas de cráneo eran mortales. Y si no tenía el hueso roto, razonó, entonces no tenía nada.

Pero ese nada dolía como un condenado.

Se tocó los bolsillos para ver si había perdido algo y comprobó que así era: desde su navaja con empuñadura de madera, regalo de su abuelo, hasta los trozos de pan que le quedaban. Sólo conservaba la linterna de bolsillo, que en ese momento parecía una auténtica cantimplora.

Ese pensamiento le recordó otra cosa. “Cantimplora”... y el pan. El no tenía pan en sus bolsillos cuando había caído por la cascada. No lo tenía porque... porque Christine y él lo habían comido a lo largo del viaje por el desierto.

El pensamiento estalló dentro de él como una bomba. ¡Christine!. Miró a ambos lados, y el movimiento lo obligó a sujetarse la cabeza con sus manos para evitar que se desmontara en dolorosos latidos. El sol de la noche debía estar en algún lado, posiblemente tras la pared rocosa por la cual seguía fluyendo el agua de la cascada. Esta ausencia de luz apenas le permitió ver un reducido círculo a su alrededor; algunos metros de la orilla del lago natural, piedras y más piedras. Algunas cosas parecían flotar en el agua, sin poderse distinguir sus formas. Hizo caso omiso de su dolor, levantándose para introducirse en el agua. En aquel lugar no había mucha profundidad, y pudo llegar hasta alguno de estos objetos. No eran más que troncos. Sólo eso. Debían habían formado parte de la balsa, pero había muy pocos allí. ¿Dónde estaba el resto de la balsa?... ¿y dónde estaba Christine?.

Salió del agua para dejarse caer de nuevo en la arena, boqueando en busca de oxígeno. Necesitaba descansar un momento. La imagen que le proporcionaban sus ojos aparecía desenfocada, y no paraba de dar vueltas.

-- ¡Christine! –gritó tras llenar de aire sus pulmones.

Los ecos rebotaron de roca a roca, sin tener respuesta. Nicolás repitió esta llamada dos veces más con idénticos resultados. Si esperar más, se incorporó de nuevo, haciendo esfuerzos por ignorar el mareo que hacía oscilar el suelo bajo sus pies. Tenía que encontrarla.

Miró a lo lejos. No se había equivocado antes al suponer que el sol de la noche se hallaba tras aquella maldita cascada. A cierta distancia, el río seguía fluyendo mansamente desde el lago que se formaba con el agua que caía en torrente. Allí la luz iluminaba con la tonalidad mortecina que ya conocía bien. Sin embargo, el lago seguía estando en penumbras. Trató de forzar la vista. Allí flotaban muchos objetos pequeños, pero ninguno de estos le interesaba. El lago, sin ser inmenso, tenía unos veinticinco o treinta metros de anchura en aquel punto. Suficiente para no poder distinguir el tamaño de los bultos que flotaban en la otra orilla... y también suficiente para no poder llegar nadando hasta allí en su estado. La catarata tronaba a su izquierda, produciendo nubes de agua vaporizada. El río fluía a su derecha. Comenzó a caminar en esta segunda dirección, arrastrando los pies por las arenas. En pocos minutos, el cauce era lo suficientemente estrecho y tranquilo para cruzarlo a nado con unas cuantas brazadas. Nicolás así lo hizo, regresando acto seguido al lago por la otra orilla para repetir su examen con idéntico resultado. Christine no era ninguno de los objetos que flotaban en el agua, y a pesar de no haberla encontrado, esto le trajo al chico cierta esperanza. Si hubiera estado allí, sin duda habría sido muerta. Trató de aferrarse a esta posibilidad, aún sabiendo que su cuerpo podía haber sido arrastrado por la corriente, o que podía haberse hundido en el lago. Era más que posible que la chica estuviese muerta. ¡Por Dios!, ¿cuánta altura tenía aquella caída?. A su pesar, las lágrimas asomaban a sus ojos.

-- ¡No está muerta! –exclamó a las montañas.

Sin embargo no estaba allí, esa era la única certeza verdadera en aquel momento.

-- ¡No está muerta! –volvió a gritar, y se limpió los surcos de sus lágrimas con un furioso gesto, al tiempo que se lanzaba a caminar a todo el paso que podía en su precaria situación.

Se aferró al hecho de que su cuerpo no había aparecido. No quería pensar lo que haría si lo encontraba, si la veía flotando en el agua y cuando se acercaba a ella no estaba viva. Ella había sido su fuerza; la maldita y gruñona Christine. Ella le había salvado la vida, y lo había conducido hasta aquel río, donde quizá había muerto... por su culpa. Tendría que haberse dado cuenta mucho antes de que la velocidad podría impedirles acercar la balsa a la orilla. Si la llegaba a encontrar muerta...

Alejó todos estos pensamientos. Lo meditaría a su debido tiempo, pero por lo pronto, no la había visto. Se negó rotundamente a hacer cualquier suposición hasta que esto no ocurriera.

Siguió caminando río abajo. Pronto, las sombras de aquellas paredes rocosas dejaron de caer sobre él, logrando de este modo una luz más que suficiente. El río fluía a su derecha, lentamente, como un espejo. En su superficie, aquí y allá, se veían trozos de madera flotando, más o menos pequeños. A veces un gran bulto sobresalía levemente del agua, y el corazón del chico se aceleraba a un ritmo frenético, hasta que comprobaba que no era más que otro trozo de la balsa.

¿De verdad había sido tan grande la plataforma?. Daba la impresión de que si uniera todos los pedazos diseminados por el río podría construir otra mucho mayor.

El dolor de su cráneo se había reducido a un latir sordo, quizá porque él no le hacía caso. No podía ignorar, sin embargo, el cansancio y el mareo, que lo hacían avanzar dando tumbos. Los minutos se fueron transformando en horas. Cuando miraba sobre su hombro, las escarpadas paredes llenas de desniveles habían quedado muy distantes. Allí estaban los mayores picos de las montañas. La zona por la que ahora andaba estaba llena de montes de menor altura, simples desniveles pronunciados, como los que habían encontrado antes de entrar en la cordillera. Era evidente que las montañas tan ansiadas habían quedado atrás sin dar ninguna alegría... mientras quedaban pendientes las tristezas.

A medida que los metros se iban acumulando, el desconsuelo se filtraba en su ánimo. Era demasiado probable que Christine descansase ahora en algún punto del fondo del río, mientras que la probabilidad de que hubiese flotado viva hasta tan lejos era remota. Él podía seguir mirando. Podía seguir avanzando hasta el horizonte, pero se engañaría a sí mismo. No la iba a encontrar, y la verdad es que sin ella no quería seguir adelante. Recordaba cuando había llegado al desierto. Recordó aquel primer paso que lo adentró en el reino de las arenas, y como había encontrado una fuerza desconocida que lo había llevado hasta ella.

Aquella fuerza había muerto en su interior. Fuera lo que fuera, había desaparecido. Sin Christine estaba solo en medio de la inmensidad, y de algún modo, encontró un sentido a la palabra en el que no había reparado hasta entonces.

“SOLO”. Kilómetros y kilómetros de arenas ardientes a su alrededor, cruzadas por un río que bien podía ser el Estigia de la mitología. Sin un rumbo definido, sencillamente vagando “solo”.

Un desolado mundo, entero para él.

La palabra era demasiado abrumadora. Le robaba el resto de ánimo que pudiera aún anidar dentro de él. Un poco más adelante, una piedra plana sobresalía de la arena. Se dirigió allí para descansar. No sabía hasta cuando pensaba permanecer en el lugar. Quizá hasta que aquella fuerza volviese, si es que lo hacía alguna vez.

Cuando se inclinaba para dejarse caer sobre la roca, vio algo brillar en el río. No era nada extraño. El sol-luna lanzaba continuos destellos dorados desde el agua. Sin embargo, ese destello borró por un momento sus deseos de sentarse. Podía encontrar otro lugar un poco más adelante. Si quería sentarse, había muchas piedras. Sólo necesitaba andar un poco más allá antes de hacerlo.

Había avanzado cerca de una hora más cuando vio algo flotando en el agua, lejos hacia delante. “Otro tronco”, supuso, y realmente daba ese aspecto. Se mecía en el centro del río, avanzando sin prisas en la dirección de la corriente, como cualquier otro trozo de la balsa que se hubiera desmembrado con la caída. Sin embargo, pensó que este parecía más grande.

Siguió andando poco a poco, con el corazón golpeándole con furia el pecho. Quería encontrarla a Christine, pero si lo hacía... sería muerta. ¿Qué haría si eso ocurría?. ¿No podía ser peor tenerla muerta a su lado que ignorar si había perecido?

No. Tenía que estar equivocado. No podía ser ella. Seguía acercándose, y mientras más cerca estaba, más le parecía que aquel tronco tenía forma humana. Las lágrimas comenzaron a anegar sus ojos, dificultándole la visión. Aquel bulto seguía meciéndose en el agua.

-- No, maldita sea, maldita sea –murmuraba para sí.

Flotaba de forma rígida, pero a unos metros de él, ya no pudo ignorar, por mucho llanto que le tapase la visión, que aquella figura tenía brazos y piernas... y hermosos cabellos dorados.

Se limpió los ojos con el dorso de las manos, y miró fijamente al cuerpo, con el corazón estrujado dentro de su pecho, dispuesto a aceptar la realidad. Entonces dio un salto.

Me he equivocado, me he equivocado otra vez.

Era Christine. De eso no cabía duda, pero no flotaba en el agua. Reparó en la forma rígida de oscilar que había percibido. Debajo de ella había un minúsculo trozo de balsa que permanecía compacta. Allí apoyaba su cabeza y su tronco. Las piernas y brazos estaban sumergidos, pero a sus pulmones debía estar llegando aire... contando con que aún respirara. Quizá tras la caída, con sus últimas fuerzas había logrado subir allí antes de perder el conocimiento.

Por favor, que sólo esté desmayada, por favor que sólo esté desmayada, por favor, por favor, por favor...

Repetía esta frase una y otra vez, como una oración, mientras se lanzaba al agua en dirección a la chica. El río era bastante profundo en aquel lugar, a pesar de que era tan manso como una piscina. Nicolás aferró un trozo de cuerda y arrastró la plataforma hasta la orilla. Allí sujetó a Christine para incorporarla un poco. Su cabeza colgó floja hacia atrás. Pesaba demasiado para él.

Oh, Dios, ¡qué fría está!

Acercó los oídos a sus labios tratando de encontrar algún soplo vital. No lo logró. Se había mojado la cabeza al rescatarla, y sus oídos estaban fríos e insensibles. Acercó sus manos a su cuello para tomarle el pulso. No sabía como hacerlo, pero lo había visto en alguna película. Pulso arterial. ¡Maldita sea!, ¿dónde estaba?. No conseguía encontrar nada. Quizá alguna pulsación aislada, pero podía ser el eco de su corazón desbocado en las yemas de sus dedos. Acercó sus propios labios a la chica, y entonces sí notó un leve soplo cálido. Muy leve, que surgía de sus labios entreabiertos...

Ahogó el repentino impulso de posar un beso en su boca, e hizo un esfuerzo por sacarla completamente del agua. Quizá fue la alegría de saber que estaba viva lo que le dio las fuerzas. Cogida por las axilas, Christine quedó tendida sobre arena seca.

¿Qué tenía que hacer ahora?. Ojalá se acordara de algunas charlas que había escuchado sobre primeros auxilios. A veces los adultos habían hablado del tema, pero él era sólo un niño. No tenía razón para escuchar aquello, ya que no se iba a encontrar jamás en un caso así en el que no hubiera un adulto al lado.

¡Joder!, pues ahora estaba en esa situación. Se maldijo por no haber prestado más atención entonces. La miró, y meditó distintas posibilidades. El boca a boca estaba fuera de lugar, ya que ella parecía respirar. Si respiraba era que el corazón le seguía latiendo. Entonces, ¿qué más podía hacer él?

Secarla, y darle calor. La temperatura no subiría hasta que el sol del día asomara por el horizonte, y no sabía cuanto faltaba aún para eso. Sus ropas estaban empapadas y frías. Muy frías, pero no sabía si era conveniente quitárselas. Supuso que no, o prefirió creer que no. En lugar de ello, se quitó su propia camisa y la estrujó para escurrirle el agua hasta que las costuras crujieron. Luego pasó esta por el cuerpo de la chica, tratando de secarla lo más posible, aunque no valió de mucho. Luego tomó sus brazos, y comenzó a frotarlos vigorosamente. Esperaba que eso la ayudara a entrar en calor. Tenía la espantosa sensación de estar tocando a un cadáver, a pesar de haber percibido aquel soplo en sus labios. Estaba lacia, fría y muy pálida.

Nicolás murmuraba su nombre continuamente a medida que pasaba de un brazo a otro. Finalmente después de lo que parecieron horas, el cuerpo pareció reaccionar. De pronto, el brazo que estaba frotando empezó a temblar. Le siguió el otro, y a continuación toda ella. La respiración comenzó a ser audible, al salir en cortas ráfagas a través de sus dientes apretados. Los músculos del brazo, que aún sujetaba, se pusieron en tensión, y se dio cuenta de que lo mismo parecía ocurrir con todos los demás músculos de su cuerpo. Temblaba violentamente.

Él no sabía que hacer. Daba la impresión de haber despertado, pero aún no había abierto los ojos. Sin ocurrírsele otra cosa, la alzó del suelo, y abrazó su tronco fuertemente. Los brazos de ella le rodearon y le apretaron la espalda desnuda, como si trataran de robarle su calor. Nicolás notó en su propio cuerpo la frialdad que brotaba del interior del de ella. La cabeza de la chica se apoyó en su hombro, respirando furiosamente en sus oídos. Supuso que las fricciones no estaban de más, y siguió pasando sus manos fuertemente por la espalda de la chica, mientras pronunciaba palabras tranquilizadoras en sus oídos.

Poco a poco, la respiración se fue haciendo más normal, aunque todo su cuerpo se siguió estremeciendo largo rato. Nicolás sentía como su propio calor menguaba. Era como abrazar una escultura de hielo cuya temperatura no subiera jamás. A pesar de ello, siguió apretándola contra su pecho. En ese momento, y sin esperarlo, una frase sonó en su oído, casi inaudible, pronunciada lentamente, a golpes de sílaba...

-- L- lo del león e- era broma, p- pero no te to- tomes liber- t- tades.

Nicolás rió sin poderlo evitar, mientras lágrimas de alegría corrían por su cara. La apretó con más fuerza, y ella devolvió el abrazo sin dejar de tiritar.

-- Te he echado de menos –dijo el chico.

Poco a poco, Chritine fue entrando en calor, ya fuera por el propio calor compartido de sus cuerpos, por las fricciones en su espalda, o por el movimiento que se generaba al temblar. Nicolás se separó finalmente, y a su pesar, de ella.

-- Pensaba que... me habías dejado –dijo en voz baja, sin poder contener la emoción.

Ella asintió en silencio, con los dientes apretados, mientras trataba de controlar sus temblores lo mejor que podía. Apenas tenía sensibilidad en los brazos y trataba de devolverlos a la vida siguiendo los vigorosos masajes que el chico había iniciado.

-- A ti tampoco te ha f- faltado mucho –dijo llevando una vacilante extremidad a la cabeza del chico-. Tienes t- t- odo el pelo apelmazado de sangre.. y el cuello t- también.

Él se encogió de hombros. Sentía que ella se lo hubiese recordado, porque casi había logrado olvidar su dolor de cabeza.

-- Me habré dado un golpe.

-- Uno grande...

-- Uno grande, sí, pero me dolió más cuando desperté y no estabas allí.

Christine sonrió. El gesto apenas iluminó su tez pálida.

-- Supongo que perdiste la camisa mient- t- tras corrías a buscarme –dijo, señalándo su torso desnudo. Él chico, que había también olvidado esto, enrojeció.

-- No –se apresuró a decir-. En realidad yo...

Fue interrumpido cuando ella puso un dedo sobre sus labios.

-- Te gusta dar demasiadas explicaciones –murmuró entrecortadamente.

-- Y a ti interrumpirme cada vez que voy a hablar –replicó sin malicia. Ella se rió, una simple sombra de su cristalina risa, pero era mejor algo que nada.

-- Sí –admitió-. Es una mala costumbre.

Christine hizo un esfuerzo por ponerse en pie, pero volvió a quedar sentada. Estaba demasiado débil, y las piernas no parecían querer obedecerle. Aún así lo volvió a intentar, ignorando el mareo y la abrumadora debilidad de su cuerpo. Esta segunda vez Nicolás ya estaba incorporado para ayudarla. Ella se apoyó en él, que pareció doblarse por el peso, pero no dijo nada. Juntos parecían las débiles ramas de un arbusto azotado por el viento. A su pesar debió admitir que no estaba lista para seguir avanzando. Por el horizonte el sol del día parecía a punto de aparecer. “Mejor así”, pensó la chica. Lo necesitaba desesperadamente. No lograba echar de su interior a esa maldita sensación helada que se había instalado allí.

La chica perdió el equilibrio, y Nicolás hizo todo lo que pudo para evitar la aparatosa caída. Todo quedó en un torpe aterrizaje de culo sobre las ahora frías arenas.

-- Necesito moverme un poco para ent- trar en calor –dijo Christine respirando profundamente, aunque su cuerpo seguía estremeciéndose-, pero creo que necesito más aún descansar.

-- Si quieres puedo tumbarme a tu lado para darte calor –se ofreció Nicolás, aunque sin duda no había pensado bien lo que decía, porque repentinamente enrojeció de golpe.

Christine desvió la vista tan pronto como percibió el cambio de expresión del chico, y simuló no haberse dado cuenta de ello. Frotó su brazo izquierdo, que parecía necesitar más ayuda, y contestó en un tono de voz neutral, aunque por dentro lucía una sonrisa. Parecía evidente que el chico se sentía continuamente azorado por su presencia, cada vez que de alguna manera se recordaba que ella era una chica. La situación iba más allá de la simple timidez, y se preguntó si Nicolás no se sentiría atraído por ella. Casi decidió rechazar el ofrecimiento, pero ciertamente lo necesitaba.

-- Sería una buena idea –dijo finalmente-. Túmbate de lado, si no te importa, y yo me apretaré contra ti.

Nicolás así lo hizo, y un momento después Christine se tumbó también, apretándose a su espalda, y pasando un brazo sobre el tórax del chico para descansarlo en su pecho. La posición era cómoda, y ella no tardó en entrar en calor, sumiéndose en un sueño ligero. Nicolás no logró pegar ojo, principalmente preocupado porque la extremidad con que la chica lo abrazaba estaba situada, casualidad o no, justo sobre su corazón... y este latía tan furiosamente que incluso un sordo hubiera podido oírlo.


Cuando la chica comenzó a moverse y a desperezarse, el sol había salido ya, bañando todo alrededor con sus abrasadores rayos. Ella retiró su brazo distraídamente, y se incorporó hasta quedar sentada. Nicolás se levantó también, sin saber si alegrarse o lamentarse de ello. Christine lo miró y le sonrió. Su expresión no era mucho mejor que cuando la había sacado del río unas horas antes, pero al menos logró levantarse sin ayuda y mantenerse erguida.

-- Creo que te debo la vida una vez más –dijo ella, mientras oscilaba y estaba a punto de caer al suelo. Nicolás la sostuvo.

-- ¿Estás bien? –preguntó el chico con el ceño fruncido.

-- Todo lo bien que puedo estar dadas las circunstancias –contestó ella, su voz cansada-. Pero no podemos quedarnos más tiempo por aquí. De verdad, no me mires así. Estaré mejor en cuanto haya caminado unos minutos.

-- Sigamos avanzando río abajo –propuso él, pero sin mucho entusiasmo, mientras recogía la camisa para volver a ponérsela. Sólo en ese momento vio que por un lado estaba manchada de sangre. Dio un brinco al pensar que podía ser de ella, aunque enseguida recordó su herida de la cabeza-. Pero iremos despacio.

-- ¿Estás cansado? –bromeó ella.

-- No. En realidad estoy preparado para el abordaje –dijo con cierta ironía, que apenas reconoció como suya-. Pero aún así, no correremos.

Se pusieron de nuevo en marcha, siguiendo el camino que había propuesto el chico. En pocos minutos el sol acabó caldeando sus cuerpos todo lo que habían deseado durante las últimas horas... y mucho más.

-- Es la tercera vez que me salvas la vida –repitió ella, mientras caminaban-. Tendré que apuntarlo, o perderé la cuenta. Yo sólo te he salvado una vez.

Las palabras habían sido pronunciadas más con un tono ligero que grave, pero Nicolás no sonrió. En su interior seguía pensando que él podría haber evitado el desastre tan sólo dándose cuenta un poco antes de que la posibilidad de parar se les estaba escapando de las manos. Estaba a punto de revelar sus pensamientos a la chica cuando esta habló de pronto, y él vio aquel resplandor en el horizonte.

-- ¿Qué es eso? –dijo Christine, protegiéndose los ojos con la mano.

Nicolás no pudo contestar.

El sol reflejaba en alguna gran superficie metálica, y este brillo, sumado a la enorme distancia, les impedía determinar de qué se trataba. Lo único claro es que era grande. Muy grande.

...Y que el río fluía imperturbable en aquella dirección.

Durante unos minutos, el sol siguió enfocando aquel brillo cegador sobre sus ojos. Después, el reflejo se fue desplazando, y pudieron distinguir sus formas.

Era una construcción. Aunque todavía estaban muy lejos para poder apreciarla, dos cosas eran claras incluso desde allí. La primera, que el material que habían utilizado parecía oro, o al menos brillaba como tal. La segunda era que tenía proporciones colosales. Si la idea no hubiera sido absurda, hubieran pensado que la habían construido tallando laboriosamente una montaña. La razón por que no lo habían visto antes se puso de manifiesto cuando el sol dejó de reflejar en sus muros; aquel brillante material tenía una tonalidad amarillenta que lo hacía pasar desapercibido entre los colores del desierto. Llevaban viéndolo durante un par de horas en la lejanía, sin haber reparado en que estaba allí.

-- ¡Dios mío! –exclamó Nicolás-. Es enorme.

-- Es un palacio –murmuró Christine, embelesada-. El palacio de algún gigante.

-- Preferiría que eso no fuese verdad.

-- Es lo primero que se me ha ocurrido –aclaró la chica-, pero mejor que no nos precipitemos en las conclusiones.

Ambos se mostraron de acuerdo en esto, y también en que no tenían otro camino que seguir. Desde que habían llegado a aquel mundo, no habían buscado nada que no fuera vida... alguna muestra de civilización. Alguien con quien hablar, y a quien preguntar qué había ocurrido; por qué ellos dos estaban allí.

Parecía que eso podría arreglarse finalmente, aunque ninguno de ellos lograba hacerse una idea aproximada del tipo de seres que podrían habitar en aquel lugar. Ambos tenían una imaginación fructífera, y se preguntaban si no tendrían que salir corriendo ante alguna aparición horrenda. A medida que sus pasos los acercaban cada vez más a aquel lugar, el miedo y la admiración crecían en consonancia. La entrada principal, aquella a la cual se acercaban, estaba adornada con una avenida de gigantescas estatuas de elefantes, que surgían de la arena. Cada una de ellas mediría al menos tres o cuatro metros de altura, y seis de largo. El río que parecía dirigirse todo el camino hacia aquel lugar, viró finalmente a la izquierda, alejándose hacia el horizonte cuando el palacio estaba todavía a unos kilómetros de distancia. Dejaron, su cauce para caminar hacia aquel, el último objetivo. Al menos, en ello tenían puestas sus esperanzas.

Alrededor de media hora más tarde, comenzaron a caminar, inquietos entre parejas de esculturas enfrentadas. Todos los elefantes tenían una pata levantada, como si se dispusieran a dar un paso hacia delante, invadiendo el pasillo central. A pesar de estar tallados en aquel material dorado (los dos se preguntaban si después de todo, no sería realmente oro la materia prima que había servido para construir todo aquello), la calidad de los detalles era pasmosa. En medio de aquel silencio, sólo roto por el murmullo del viento y el lejano rumor del río, caminar por entre aquellos colosos era casi aterrador. Nicolás en aquel momento no tuvo ninguna duda de cómo se habría sentido Atreyu, el valiente protagonista de la Historia Interminable, cuando pasó por la puerta de las Esfinges, cuya mirada se decía, podía llegar al corazón de un hombre.

Involuntariamente, aceleraron el paso hacia la puerta principal, que ya quedaba a la vista. Era un portón, también dorado, encajado en unas jambas de más de diez metros de altura. Nada era de madera, nada de piedra. Una vez más, todo estaba hecho de bloques pulidos de aquel material.

El camino de la avenida no estaba ni mucho menos limpio. Había piedras, algunas rocas, y montones de arena. Algunas de las imágenes estaban medio enterradas por dunas que se habían formado junto a ellas, quizá durante alguna tormenta. En cierto modo, era un milagro que el camino estuviera tan despejado. Existía la posibilidad de que alguien se hubiera encargado de cuidarlo. Si había sido así, sus huellas se habían borrado con el tiempo.

Se encontraban a pocos metros de la entrada a aquel edificio, admirando, con el cuello dolorido, sus paredes, sus ventanas, sus balcones y sus torres que parecían querer llegar a las nubes, cuando por fin, después de semanas de vagar solitario por aquel páramo desértico, escucharon el primer sonido de una voz que no perteneciera a alguno de ellos dos.

-- ¡Vaya! –exclamó con un apagado rugido ronco. Les recordó de algún modo, a un león que hubiera aprendido a vocalizar-. Dos juntos. Esto si que es peculiar.

El sonido no tenía un origen definido. Se percibía muy cerca de ellos, y sin embargo, también a su alrededor, quebrándose en apagados ecos. Christine y Nicolás se volvieron en direcciones opuestas, espalda con espalda, para hacer frente a quien hablara. No vieron a nadie. Nada había cambiado.

-- ¿Dónde estás? –preguntó el chico en voz alta. Algo pareció crujir, como si alguna piedra se resquebrajase con el sol.

-- ¡No, por favor! –dijo aquella voz, lentamente-. Otra vez el mismo episodio de siempre no.

Nicolás casi pudo diferenciar el lugar del que provenía el sonido, pero los ecos, y ese tono tan grave apenas le permitían saber la zona exacta. Aún así, le parecía que el origen estaba entre los dos últimos elefantes de la hilera de la derecha. Había más de veinte metros entre uno y otro, pero no podía ser más preciso. Quizá quien hablaba estaba oculto detrás de las estatuas, o detrás de algunas de las grandes piedras que habían esparcidas por allí. Christine parecía haber llegado al mismo razonamiento, porque dio dos pasos en aquella dirección. El chico prefirió quedarse donde estaba.

-- ¿Por qué te ocultas? –volvió a preguntar, y como respuesta, sonó de nuevo aquel ruido de resquebrajamiento, esta vez más prolongado. Casi se pareció a un llanto muy ronco.

-- Nicolás –dijo Christine, mientras se acercaba aún más-. Ven.

-- Puede ser peligroso –repuso él, pero ella se rió un poco.

-- No es peligroso –contestó-. ¿No lo ves?. Es la piedra.

-- ¿Qué? –preguntó Nicolás.

-- ¿Qué? –inquirió al mismo tiempo aquella voz ronca y difusa. Las dos preguntas se fundieron en una sola, y Christine sonrió.

-- No estaba equivocada –dijo, inclinándose junto a una roca de aproximadamente metro veinte de altura, llena de grietas y erosionada por el sol y el viento del desierto-. Es ella la que habla.

Un prolongado silencio siguió a sus palabras. Nicolás se acercó sin ganas a aquel lugar, mientras la chica lo miraba a él, y a la piedra con idéntico interés.

-- ¡Vamos! –lo apremió, en voz baja.

La voz volvió a sonar, más alta esta vez, y entonces incluso el chico pudo ver que realmente aquel sonido parecía provenir del interior de la piedra, pero muy dentro, como si bajo ella hubiera alguna gruta, y el sonido se generase a kilómetros de distancia.

-- ¡La primera vez en siglos, por el gran Uglión! –exclamó-. Mujer, ¿cómo lo has sabido?

-- No lo sabía –contestó ella azorada-. Sólo... que me pareció que así era.

-- No es lo más común determinar que una piedra hable –siguió diciendo el rugido. Nicolás podía sentir como la arena a su alrededor temblaba y se desmoronaba cuando la roca hablaba-. Quizá sea una señal. Odio siempre tener que explicar que soy yo quien habla, y todo lo demás. Los otros suelen poner una cara como la del hombre que te acompaña. Odio eso.

Nicolás relajó inmediatamente el ceño fruncido, y trató de borrar el asombro de sus rasgos. Le daba miedo la roca. Hasta donde él sabía, una roca no podía moverse, pero hasta donde sabía, tampoco podía hablar.

Christine dirigió una rápida mirada al chico, mas la desvió enseguida, absorta por la piedra.

-- No estás aquí por casualidad, ¿verdad? –preguntó.

La roca emitió el conocido sonido de resquebrajamiento, como si algo la devorase por dentro, pero en esta ocasión no fue bajo y prolongado, sino corto, y a golpes. Parecía una risa suave.

-- Dos señales en un minuto –tronó la voz-. ¿Qué más puedes decirme?

Ella sonrió, nerviosa, pero el gesto desapareció casi tan rápido como había venido.

-- Creo que eres tú quien tiene algo que decirnos.

-- Tres... y tienes razón, pero antes dime, ¿no te extraña estar hablando con una piedra?. Todos los demás, salvo alguna excepción, reaccionaron como lo ha hecho este hombre.

Christine sonrió. A pesar de la naturalidad con que hablaba con aquella piedra... No podía explicar qué le estaba ocurriendo. En aquel momento se sentía como otra persona. Era como si su mente se hallara dividida en dos partes, y la racional hubiera quedado encerrada tras unos barrotes de acero, desde donde chillaba, gritaba e increpaba a la otra parte para que se diera cuenta de que aquello era de locos, que no tenía ningún sentido, que debía haber perdido el juicio. Este segundo lado de ella escuchaba esas voces, pero las ignoraba. De algún modo, lograba no hacerles caso, igual como habría escuchado la lluvia golpeando los cristales, sabiendo al mismo tiempo que por mucha furia que acumulase, jamás podría llegar a mojarle. Negó con la cabeza, lentamente, y luego lo dijo de voz, al pensar que quizá la piedra no podía verla.

-- Eres especial, mujer –dijo la piedra, y ahora había algo parecido a la añoranza en los sonidos que producía-. Me pregunto si no serás tú la elegida, después de tanto tiempo.

-- ¿Elegida para qué? –preguntó la chica.

-- Elegida para sacar el Arma de Grahier de este mundo, y llevarla de regreso a Ghuldra, mi mundo natal, que ahora estará en peligro, si es que aún sigue existiendo –Christine guardó silencio, confusa, y la voz continuó explicando-. Yo soy una piedra Stoarh, procedente de la montaña que lleva el mismo nombre, aunque cuando yo me fui, los humanos que solían frecuentarla, la llamaban la Montaña Del Eco que Habla. De aquello hace muchos años. Para los que han viajado por los planos, Ghuldra no les parecería gran cosa, pero son muy pocos los que lo han hecho, y la mayoría de la gente ignora que existan otros mundos. Vosotros, sin embargo, ya habéis comprobado que no es así. Conocéis dos mundos, y aún puede ser que conozcáis uno más.

-- ¿Quieres decir que hay muchos mundos, y que algunos pueden viajar entre unos y otros cuando quieres? –Christine, por fin, parecía anonadada.

-- Así era –fue la respuesta tronante-, pero ya no. Los caminos se sellaron hace mucho tiempo. Nadie viaja ahora.

-- Sin embargo, nosotros hemos viajado –se defendió la chica-. Nosotros no somos de este mundo.

-- Lo sé –la voz parecía impaciente, y Christine optó por callarse y escuchar-. Esa es parte de vuestra maldición. El gran Hongak creó esos caminos hace miles de años, pero uno de sus descendientes, Grahier, los cerró al morir. Al menos, cerró todas las rutas que pudieran escapar de Ghuldra, esperando evitar así que Rahoman huyera llevando el caos por todos los planos, algo de lo que era muy capaz. Eso significa que vosotros, como todos los anteriores, entrareis en este palacio e intentareis recuperar el arma que contiene el poder de Grahier, para llevarlo a mi mundo, a través de la única ruta entrante que queda, y entregarlo a un mago blanco. Ahí terminará vuestra taréa. Después todo quedara en sus manos.

-- ¿Rahoman? –preguntó Christine. Nicolás volvió a fruncir el ceño inconscientemente. Le sonaba ese nombre, aunque ignoraba de qué.

-- El hechicero –explicó la piedra-. No conozco su historia. Supongo que los magos blancos la podrán contar mucho mejor que yo, ya que tiene mucho que ver con la suya propia. Sólo sé que fue su ambición la que puso en peligro a mi mundo, y la que originó todo lo que está pasando, incluido el que vosotros estéis aquí.

-- ¿Entonces dices que sólo tenemos que entrar ahí, coger ese arma, y buscar un camino que conduzca a... a Ghuldra?. Pero, ¿por qué?. Me refiero, ¿por qué nosotros?.

-- Ojalá tuviera todas las respuestas –respondió triste la piedra-, pero está más allá de mi capacidad darlas. Me has preguntado que por qué vosotros. Supongo que estabais muy cerca de uno de los árboles de Hongak, y fuisteis atrapados. Ya he mencionado que algunas rutas entrantes han quedado abiertas, pasando antes por El Desierto Eterno. Vosotros habéis utilizado alguna de estas rutas. Pero también habéis comprobado que no podéis volver por las mismas. Eso será así hasta que Rahoman muera. Así me fue dicho, y así lo he comunicado a todos los que antes vinieron a mí. Todos ansiaban volver a sus mundos, y todos entraron por esas puertas sabiendo que su parte en la cadena era recuperar el arma, y llevarla a Ghuldra –la voz bajó el volumen hasta una simple vibración, apenas audible-. Supongo que todos perecieron en el palacio, o en caso contrario, la batalla se perdió en mi mundo. El último de los descendientes de Hongak me prometió que volvería aquí en cuanto los caminos quedaran abiertos de nuevo. Él habría mantenido su palabra.

Christine no dijo nada durante un buen rato, y la piedra tampoco continuó hablando, de modo que el silencio los cubrió durante unos minutos. En cuanto a Nicolás, aún luchaba con la sensación de estar soñando. Trataba de convencerse de que Christine estaba hablando con una piedra... y a ratos lo lograba, pero en estos momentos, no se le ocurría pregunta alguna que hacer.

-- Dices que antes hubieron otros –murmuró la chica.

La voz respondió tronante.

-- He estado aquí durante más de cincuenta años, y en ese tiempo he recibido a ciento treinta y un visitantes. Vosotros sois los siguientes, y como a tales os debo advertir. Ignoro qué hay dentro de ese palacio, pero sed cuidadosos. Grahier mandó aquí ese arma para que estuviera fuera de su alcance, y Rahoman no puede hacer nada al respecto. Él, al igual que todos los demás, está atrapado en Ghuldra, pero hay otros poderes interesados en que el arma se pierda para siempre, o que sea devuelta. Esos poderes han estado actuando sobre vosotros desde que llegasteis. Supongo que lo habéis notado. Su influencia se dejará sentir aún dentro del palacio, y supongo que el lado del mal se hará más fuerte a medida que os aproximéis al arma. Deberéis esperar cualquier cosa.

-- Hemos notado algunas casualidades que nos han salvado la vida –dijo la chica, reflexiva-, y otras que nos han puesto en peligro. ¿Son esos los poderes que nos han estado observando?

-- Así lo supongo. Este fue uno de los primeros mundos creados, y casi todos sus habitantes eran dioses o semidioses. La práctica totalidad de ellos se marcharon hace eones, para dominar otros mundos, pero pudiera ser que algunos se quedaran aquí. Ellos también siguen con interés los acontecimientos de Ghuldra, e influyen según sus deseos. Por otro lado, podría ser que el poder de Rahoman fuera suficiente para llegar aquí, incluso a pesar de la distancia. Hay demasiadas posibilidades.

-- Dioses... magos... todo esto es tan extraño.

-- ¿Acaso en vuestro mundo no hay dioses y magos? –repuso la roca-. Al menos magos. Sé que en algunos mundos los dioses no se han manifestado, o prefieren mantenerse al margen de lo que ocurre en él. Pero nunca he tenido noticias de un mundo en el que no hubiera algún tipo de magia.

-- Pues el nuestro es un buen ejemplo. ¿Acaso los que llegaron antes que nosotros no te lo dijeron?. Nos has dicho que se sorprendieron al verte.

-- En ningún mundo hay piedras parlantes, mas que en Ghuldra –retumbó la roca, orgullosa, y luego añadió con algo más de humildad-, que yo sepa. En cualquier caso, los anteriores visitantes pudieron haber sido de otros mundos diferentes del vuestro. Hay varios canales abiertos. Pero para responder a tu pregunta, la verdad es que no recuerdo haber hablado del tema de la magia con los otros. Ellos no me preguntaron, y yo di por sentado que la conocían... aunque la temieran. Hay unos pocos mundos donde la magia es muy escasa, y los que la practican son temidos e incluso perseguidos a veces. Pero ese no es motivo para no conocer de su existencia. Por otro lado, más valdrá que os habituéis a sus usos si queréis pasar desapercibidos en Ghuldra. Eso incluye también un cambio de indumentaria en cuanto tengáis la oportunidad. Si es que llegáis allí –terminó en un ronco murmullo.

-- Llegaremos, confía –afirmó Christine, sin haber tenido tiempo para hacer una valoración de los posibles peligros-. ¿Qué más puedes decirnos que nos sea de utilidad?

-- Eres muy abierta a lo nuevo, mujer, y eso además de una ventaja podría ser un inconveniente. No te fíes de todo lo que veas, ni creas todo lo que te digan. Limítate a buscar a un mago blanco, y entrégale el arma del poder. Por otro lado, si tienes la oportunidad de visitar la montaña del eco que habla, o encuentras a otra piedra Stoarh, podéis confiar en su palabra tanto como en la mía. Además, ellas os podrán poner al tanto de todo lo que ha ocurrido en Ghuldra durante los últimos tiempos. Lo que sabe una piedra Stoarh, lo saben todas. En cuanto a este palacio, no lo construyó ningún poder benigno. Por fuera es dorado, pero su interior huele a podrido. Tened cuidado, los dos.

La chica se quedó pensando en lo que había dicho antes la roca. Al final preguntó.

-- Pero si lo que sabe una piedra lo saben todas, ¿cómo es que no puedes saber que está pasando en tu mundo?

-- La comunicación no puede hacerse a ese nivel, a través del vacío que separa los mundos. A todos los efectos, yo he muerto para mi comunidad, al menos hasta que pueda regresar.

Christine asintió gravemente con la cabeza, y tras un corto silencio, preguntó:

-- ¿Sabes como entrar?. No creo que tengamos fuerzas para mover esos portones.

-- Hay dos esculturas talladas en la puerta, una a cada lado de esta. Apretad los pies de la de la derecha.

Ella se dirigió allí, y Nicolás la siguió. Observaron las dos estatuas. Parecían un poco las que entregaban en los premios Oscar. Representaban dos hombres ataviados con pesadas armaduras, y sosteniendo una espada por la empuñadura, cuya punta descansaba entre sus pies ligeramente separados. Algo en los ojos de las estatuas les parecía siniestro, aunque no supieron diferenciar qué. Christine apartó la mirada de allí arriba, y buscó el resorte que había mencionado la piedra. Una vez encontrado, lo pulsó, y todo el lateral de la pared, retumbó con el sonido de un antiquísimo mecanismo. Una pequeña porción del portón del tamaño de un hombre alto, se desplazó abriendo el paso a la oscuridad. Un olor a moho surgió de allí dentro, haciéndolos arrugar la nariz.

Christine se acercó a la entrada, y la contempló largamente. Por fin tenían un objetivo. Por fin podrían sacar sus pies de la arena. Por fin sabían, al menos un poco, por qué estaban allí, y lo que se esperaba de ellos. Todas las respuestas estaban allí dentro, todos los posibles futuros... en la oscuridad. Se volvió una última vez en dirección a la roca.

-- Lo conseguiremos –sentenció-. Puedes confiar en nosotros.

-- Suerte –fue la sencilla respuesta de la piedra, y tras esta, guardó total mutismo.

Traspasaron el umbral, primero Christine, y luego el chico.

-- ¿Te das cuenta de que has estado hablando con una piedra, Christine? –habló este, por primera vez.

En ese momento, volvió a sonar el ruido del mecanismo, y la puerta se cerró a sus espaldas, dejándolos sumidos en la más absoluta de las oscuridades.



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